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Au revoir Marilyn

Foto: Getty images

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«No puedo decirle adiós». Así despedía el actor Lee Strasberg a su queridísima e íntima amiga el día de su funeral. Ya sabemos que en occidente las despedidas son amargas, y mucho más agrias si la despedida es para siempre. Pero a lo que Lee Strasberg se refería es que a ella nunca le gustaba decir adiós, pero adoptando su particular manera de cambiar las cosas para así poder enfrentarse a la realidad –decía emocionado– "diré hasta la vista".

Ahora descansa –no sabemos si en paz– en el cementerio Westwood Village Memorial Park, en Los Ángeles. A varias manzanas de este memorial donde yace su cuerpo se encuentra Beverly Hills y Hollywood Boulevard, lugar de peregrinaje para muchos que desean repetir patrones y probar suerte en el firmamento. En esas calles se crió Norma Jeane Mortenson, allí dio sus primeros pasos y en esas calles estuvieron los primeros testigos de su presencia. Nadie supo que aquella chica bajita de 1,66 m. de ojos claros sería la gran Marilyn Monroe, y que estaría en la cúspide del cine pocos años después de descubrirla.

No tuvo una infancia fácil, fue violada y conforme fue creciendo la sombra de la tristeza se iba apoderando de ella. Más tarde empezó a trabajar de empleada y, como todo habitante de Los Ángeles, soñaba con ser estrella de cine. Persiguió su sueño abandonando otros muchos, entre ellos a su marido James Dougherty, acabó divorciándose de él en 1946 porque estaba dispuesta a clavar su manos en el cemento de Hollywood Boulevard.

Y la fama llegó, llegó su pelo rubio, su vestido blanco, su inocencia desmesurada, su ingenuidad y sus invitaciones a Los Oscar, pero esa misma fama también le hizo aprender que no era oro todo lo que relucía, y es que Marilyn cada vez llegaba más tarde a los rodajes. Cada vez se le veía más apática e indiferente de su realidad. Y es que su realidad estaba llena de focos, de autógrafos, de fotografías sensuales, de pinturas de Andy Warhol, de recibimientos en los aeropuertos y de largos rodajes con infinitas pruebas, porque ella era torpe en el cine, pero inteligente ante la cámara. Cantó Happy Birthday, Mr. President a John-Fitgerald Kennedy, con quien se rumoreaba haber tenido un romance. Y también fue conocida por ser la imagen particular de Chanel Nº5 porque decía que siempre se iba a dormir desnuda con cuatro gotas de ese perfume.

Y así murió, dormida y al teléfono. Su único crimen fue su sencillez, su candidez. Pero fue ingenua en su punto justo, porque como leí el otro día, para que Marilyn hubiera sobrevivido, habría tenido que mostrarse más indiferente a una realidad que la desnudaba constantemente. Y es que le mató la curiosidad, el querer perder la fama de rubia sencilla. No hay pruebas esclarecidas si la actriz murió de sobredosis o fue un suicidio lo que puso punto final a su historia. La historia de Marilyn terminó sin beso final, sin final feliz, se bajó el telón y no hubo aplausos, sino sombras.

Ahora, con el respiro de la tranquilidad y después del huracán, vemos como devastado el terreno, Marilyn, desde arriba, no tiene a nadie que la desnude, ya no hay fotógrafos ahí arriba que la obliguen a posar, que la increpen por las nubes, tampoco gente a la que firmar sus fotos, ni flashes que deslumbren sus ojos. Está ante, quizá, Dios, sin ningún maquillaje, sin ningún secreto, sin su representante o mánager, y se presenta con su misma simpleza que en la tierra. Ya nadie le atosiga o le amenaza, porque tal vez murió en su cama al teléfono porque llamaba a Dios, y a Él le dio tiempo a descolgar su llamada, porque también Él la conoció.