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¿Es reformable el capitalismo?

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Después de más de una década desde el estallido de la crisis es momento de plantearnos a nivel colectivo algunas reformas posibles y pragmáticas del modelo económico actual, si es que estamos a tiempo. No se trata de revolucionar el sistema capitalista o abolirlo. La libertad de empresa en una economía de mercado, con sus correcciones, ha probado ser un sistema de cooperación y competencia que ha funcionado y permitido un cierto desarrollo y progreso social en gran parte del mundo, a diferencia de otros sistemas pretéritos que colapsaron o son estructuralmente inviables.

A pesar de los fallos del mercado causados por los excesos del capitalismo, lo plausible es tratar de reformarlo, de introducir en él modificaciones que mejoren las formas de relacionarnos económicamente. Dentro del capitalismo caben replanteamientos de la función de la empresa y del Estado, y algunas reformas serían posibles, comenzando por una reasignación de incentivos para las conductas competitivas y cooperativas de los principales actores del sistema sobre la base de un nuevo consenso mundial de carácter político.

Una de las claves es la reconsideración del factor tiempo: priorizar el largo plazo sobre el corto plazo. De ese modo, la producción y la inversión deberían tener como eje la sostenibilidad a largo plazo. Esto significa que no deberían incentivarse políticas de inversión que pretendan una rentabilidad rápida. El riesgo que traen consigo este tipo de inversiones contamina y altera a todo el sistema generando incertidumbres, riesgos y costes sistémicos que luego se transfieren a toda la población. Los grupos inversores deberían reorientarse preferencialmente hacia la involucración en el largo plazo, con políticas estratégicas comprometidas con el entorno humano, social y natural donde se desarrolla la inversión. En este sentido, los poderes públicos deberían regular e incentivar conductas orientadas al largo plazo, porque sólo de esa manera es cómo puede garantizarse una sostenibilidad duradera de los procesos productivos. Igualmente, los gestores de empresas deberían disponer de un régimen de incentivos que sea congruente con este objetivo de sostenibilidad a largo plazo.

Para España esta reforma mercantil sería trascendental por dos razones fundamentales: porque tenemos una alta precariedad laboral, con una excesiva tasa de contratos de trabajo temporales y parciales, y porque, en gran medida, el problema del denominado “invierno demográfico” afecta de lleno a nuestro sistema de seguridad y protección social. No puede construirse un futuro con confianza sobre una creciente precariedad laboral y una débil estructura de financiación de las pequeñas y medianas empresas. Las erráticas políticas públicas que se implementaron para reaccionar ante la crisis deberían comenzar a reconducirse desde el establecimiento de incentivos orientados al compromiso en el largo plazo de las inversiones.

Desde el punto de vista jurídico, la cuestión es cómo realizar esta reforma. El eje debería ser un marco normativo que premie (fiscal y administrativamente) las inversiones estables y comprometidas con el entorno empresarial y al mismo tiempo penalice las inversiones cortoplacistas y puramente especulativas. Esto puede conseguirse a través de una transformación de los criterios con los que se valoran a las empresas. En este sentido, la maximización del valor de la empresa debería vincularse no a la capacidad de generar una rentabilidad a corto plazo para los inversores sino a la capacidad de ser rentable, pero garantizando su sostenimiento en el tiempo. Esto supone un cambio de paradigma: de un sistema basado casi exclusivamente en la rentabilidad financiera del capital a un sistema en el que el valor de la inversión y su atractivo también dependa de lo que contribuya al sostenimiento y mejora de las capacidades de los otros factores productivos y del entorno inmediato de la empresa.

Esta reforma del sistema económico orientada al compromiso de estabilidad de las inversiones financieras no es suficiente por sí misma, aunque nos sitúa en un horizonte sutilmente diferente. El regulador y los supervisores del mercado velarían bajo este nuevo paradigma por un ecosistema de incentivos orientados a la sostenibilidad a largo plazo, en el que los intereses y el cuidado de los otros factores productivos se tengan en cuenta.