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Caducidad de la vida humana

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En los postres me hizo una confesión que me dejó pensativo:

-Preferiría morirme a ser un viejo demenciado, sin juicio, sin razón, sin sentido.

Fue inevitable pensar en el sufrimiento, en el vivir sin consciencia; una vida sin la vida que consideramos como tal . Fue inevitable pensar sobre el misterio de la existencia. Ineludible recordar a Séneca para quien el final de un sufrimiento es un paso adelante de otro que se avecina.

Me vinieron a la mente imágenes de cómo una juventud llena de color y risas puede acabar, no se sabe cuándo, en un coche de ruedas asistido por enfermeros. De cómo andar libremente sintiendo el aire en el rostro, uno queda confinado en una habitación con televisión o radio como única ventana al mundo.

- ¿Para qué vivir si no puedo valerme por mí mismo? ¿Si no puedo alimentarme con mis manos, ni oír con mis oídos ni andar sin ayuda? - me dijo.

No supe qué contestar.

Instalados en un consumismo en donde la calidad de vida se mide por el gasto banal o el gozo artificial causado por lo tóxico, pocas respuestas encontramos que justifiquen existencias amputadas por el infortunio o la enfermedad.

¿Es algo tan insoportable afrontar la vejez o el sufrimiento?

Es un tema que hoy, además, está de actualidad en Europa y en países avanzados en donde se intenta poner fecha de caducidad al hombre.

En Bélgica, el 40% de la población se muestra partidaria de «parar» los tratamientos a personas mayores de 85 años (IC, julio de 2019). Paralelamente, la eutanasia legalizada se incrementa progresivamente.

Es paradójico… cuando los medios de comunicación no cesan de informar sobre avances científicos que alargan la vida, con más virulencia penetra la cultura de la muerte.

Y ello puede ser explicado porque no solo se quiere vivir más, sino que se quiere vivir en una constante y frenética juventud, en una embriaguez continua. La imposibilidad de vivir con esa intensidad genera decepción radical.

Si no disfruto, no existo.

Un infantilismo impuesto por la perfección estética que se publicita se niega a aceptar los roles propios de la edad. Ya lo dijo La Rochefoucauld en sus Aforismo: «poca gente domina el arte de saber envejecer». Y también hay un motivo en esto.
El respeto y veneración a los mayores –que existe en otras culturas- ha desaparecido porque la gente se dedica más a cultivar su cuerpo y practicar ciclismo, skate, roller, BMX, entre otros, que a importarles lo que la vida enseña a través de sus mayores: ¡cuánta miopía! Y luego buscamos en los algoritmos de la inteligencia artificial respuestas a mil preguntas.

Hay prepotencias que se pagan caras por mucho que se cultive el músculo y por poco que se abone la mente.

¿Solamente el hedonismo es verdadera existencia? Es sorprendente cómo se olvidan los sacrificios que asumieron generaciones pasadas, la resiliencia frente al sufrimiento, el fracaso, la superación, la abnegación… En suma, ser persona ante un mundo que hay que ganarlo.

Y junto al gozo y placer se inculcan unos mismos parámetros de actuación. No debe extrañarnos. Se pretende excluir lo propio de cada persona por una educación maquetada e institucionalizada. Si todo es semejante, todo tendrá un comportamiento idéntico. No deja de ser una herramienta de manipulación porque de un modo u otro se suprime la libertad por el miedo a ser distinto a los demás y siempre se teme el rechazo y el consiguiente aislamiento.

El rechazo es una poderosa herramienta de compulsión y el aislamiento, una guillotina social sofisticada, efectiva y limpia.

Pero este mundo feliz sin dolor, sin fracaso, sin metas, todo previsto y ordenado, acrítico frente a los poderes, ciudadanos reducidos a súbditos o camaradas, sin saberlo  narcotizados por la tecnología y el deleite, tiene contrapuntos disonantes.
Precisamente el sufrimiento es lo que nos recuerda nuestra condición humana, frágil y efímera.

Caminando por las calles vemos cómo muchas personas se esfuerzan para superar limitaciones.

No he visto amargura. He visto ganas de luchar y ganas de vivir.

Sea en silla de ruedas, sea en camilla, la gente se aferra a la vida porque hay cosas bonitas por sentir. Es hermoso pensar y volar con la imaginación en mil historias, junto a la gente que amas y te aman. Apacible que te lean novelas postrado en cama.
Salen a las calles y se deleitan de participar en el bullicio de una terraza de verano. Hay decisión en ello porque demuestran que nadie es diferente, porque la persona es algo más que una vulgar anatomía.

Se aferran a la vida con decisión como el sediento corre con ansia a una fuente para hidratarse.

Esta es la respuesta que me hubiera gustado dar a mi comensal.

Vivir para uno y para los demás. Nuestra existencia testimonia hechos propios y de otros que han depositado mucha esperanza y mucho amor, pero también algunas otras cosas menos afectuosas que no merecen ser defraudadas.