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Nicaragua y el poder

El presidente nicaragüense, Daniel Ortega.

El presidente nicaragüense, Daniel Ortega. REUTERS

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Leonel Rugama cometió un atroz delito, cantaba Carlos Mejía Godoy: “agarró la vida en serio”. Esta curiosa forma de interpretar su breve existencia dio título a un voluminoso ensayo cuyo autor, un teólogo claretiano llamado Teófilo Cabestrero, vivió traspasado por la fascinación hacia el joven poeta de León.

En mi primer viaje a Nicaragua devoré con avidez este libro tratando de entender de qué está hecho el coraje de un joven que, con apenas 20 años, se convierte en figura mitológica de toda una nación, merced a un puñado de poemas memorables, un acto suicida rifle en mano, y un grito final que hoy sigue retumbando entre las calles de toda la república.

Nicaragua y toda Centroamérica están plagados de ejemplos como el de Leonel. Algunos como auténticos outsiders y otros en el marco de un proceso revolucionario que, a mayores, nunca acaba bien. De inmediato, la admiración y el justo tributo deja paso al asombro. ¿Cómo es posible que una tierra tan pródiga en héroes anónimos produzca indefectiblemente líderes visionarios que, en cuanto tocan el poder, se convierten en figuras torpes y autoritarias, tan nefastas o más que aquellas que osaron combatir?

La respuesta, obviamente, está en la condición humana, capaz de reunir en una sola vida lo más excelso y lo más execrable. Daniel Ortega, ese que hoy se parece más a Somoza que a ninguno de los miles de jóvenes que combatieron al tirano, fue también un héroe en su juventud. Periodista combativo, puso su vida en juego, sufrió cárcel durante siete años y fue torturado.  ¿Cómo puede cambiar todo tanto en apenas unos años? La respuesta es simple y sabida: el poder destruye a las personas poco a poco. Y si ese poder es omnímodo, apenas deja rastro aparente de su dignidad. Hoy tan solo pervive una sombra ridícula de quien lideró una revolución “tan violentamente dulce” (Cortazar dixit).

Es un tópico decir que Centroamérica es una tierra tan atribulada por volcanes como por conflictos políticos. La raíz de la injusticia social y el abuso de poder se hunden en su historia vigorosamente. La democracia formal y hueca, que ha ido llegando paulatinamente a ella, poco o nada ha hecho para cambiar las condiciones infrahumanas en que viven sus mayorías.

De ahí que, con comprensiva naturalidad, surjan caudillos revolucionarios que, una y otra vez, reciben el apoyo entusiasta de las masas y, reiteradamente, terminan por vislumbrar que un país no se cambia de arriba para abajo cuando ya es demasiado tarde y solo les resta acentuar su faceta autoritaria para aferrarse a lo único que les queda: el poder desnudo. 

Para infortunio de los adictos a la utopía, no son los caudillos los que deben de renovarse ni las revoluciones las que deben reinventarse. Es el sistema político en que debe construirse desde abajo con paciencia y sin atajos, para abandonar cualquier suerte de mesianismo y abrazar otras formas de gobierno permeables a la crítica y sujetas los contrapesos de poder. 

En 1970 Leonel apenas contaba 20 años de edad. Somoza bombardeó la vivienda donde se había hecho fuerte y ordenó televisar el asalto a la misma, con el supuesto fin de minar la moral de los guerrilleros. Surge entonces el grito amenazador de un oficial: “Rindete”. La respuesta no se hace esperar. “Que se rinda tu madre”, dice Rugama mientras cae acribillado. Han pasado 48 años y su ejemplo de coraje y dignidad sigue enriqueciendo nuestras vidas. Dentro de otros 50, a buen seguro las jóvenes generaciones nicaragüenses lo seguirán recordando con cariño y admiración. ¿Qué quedará de Ortega y Murillo? Solo el desprecio, o peor, el olvido. Y una admirable lección: la condición humana es demasiado débil para someterla por mucho tiempo a la terrible soledad del poder.