En El Retiro

Parque del Retiro, Madrid. / Wikimedia Commons

Parque del Retiro, Madrid. / Wikimedia Commons

Por: María Del Pilar Ruiz Ortega

Cómo veo los árboles ahora.

No con hojas caedizas, no con ramas.

Sujetas a la voz del crecimiento.

(Claudio Rodríguez)

De celebración, no de paso, no árboles de caminos o de ríos, árboles divisados tras la ventanilla de los trenes, árboles que desfilan despavoridos y se van huyendo por carreteras secundarias.

Aquí es el árbol de la fiesta, del lujo, vestido de domingo, esperando las visitas. Dispuesto a la charla o al ensimismamiento. Árboles quietos. Con esa quietud que dan las tardes.

Dos jóvenes están sentados sobre la barandilla del estanque. Ella sobre la pilastra algo más elevada que la barandilla en sí. Y no se miran de frente, pero están juntos. Él mira al paseo mientras fuma, y ella de perfil, entre el estanque y la gente. Y charlan. Hay una gran confianza entre ellos. Posan distraídamente ante un posible pintor que capte el ambiente, el sol de mayo, la tarde y el cielo azul. Tan azul como el que hemos visto siempre desde estas latitudes.

Lamento, ahora, cuando han pasado ya esos instantes de entonces, no haberme quedado en la esencia, en el alma de estos jóvenes, Adrián y Paloma, aunque sí tengo aún su sonrisa. Salen del trabajo, quieren disfrutar de esta tarde de mayo, que no es tarde de fiesta, pero sí de amistad y de confidencias.Parecen felices. Con esa felicidad que pueden dar los 20 años. Metidos ya en este siglo XXI, ¿existen aún los 20 años?

Un poco antes de este encuentro, a la entrada, a la derecha, veo un jardincillo recóndito. Jardín dentro de otro jardín. Este, más familiar, fresco y oscuro. Grandes árboles que forman la bóveda verde que cubre el cielo, y arbustos que se sienten protegidos por los mayores. Protección y silencio. Si tuviera un poco más de tiempo de espera, de detenimiento, me saldría al paso el recuerdo de Rousseau, Jean-Jacques. Filósofo y botanista (¡ay!, ¡cómo te echamos de menos aquí, los ignorantes de la botánica!) y ahora amante. Mme d’Houdetot entrando en el jardincillo donde la espera Jean-Jacques, locamente enamorado. Aquí no hay riachuelos cantarines, ni el espesor de los bosques de l’Ermitage, pero la escena me vale.

“El encuentro fue tan alegre, que a ella le gustó y parecía dispuesta a volver. Sin embargo, este proyecto no lo realizó hasta el año siguiente…” “…En este viaje ella se presentó a caballo y vestida de hombre. Aunque no me gustan esta clase de mascaradas, me sorprendió el aire novelesco de ésta, y por esta vez, fue el amor” (Confesiones, libro IX).

Parece que Sophie d’Houdetot, en esa ocasión, fue fiel a su amante, el poeta Saint-Lambert, amigo también de Rousseau. Costumbre de la época: las damas eran fieles a los amantes, no a los maridos. Y eran los amantes los que reclamaban fidelidad, no los maridos. Pero al siguiente año, en el bosquecillo, esta vez a la luz de la luna, el pobre Jean-Jacques, ese hombre virtuoso, como él mismo se juzga, cometió una falta. Supo emocionar el corazón de la joven; él la besó, la tuvo largo tiempo en sus brazos, pero, continúa: “ella salió en medio de la noche de ese bosquecillo y de los brazos de su amigo, tan intacta, tan pura de cuerpo y de corazón como había entrado” (Confesiones, libro IX).

Bien. Creo que no hay que fiarse mucho de los que escriben confesiones. Juraría que los vi salir esta tarde del bosquecillo. Ella iba arreglándose el peinado, sujetándose bien el corpiño, y colocando el miriñaque, la enagua, las faldas y sobrefaldas. Después, se puso el sombrero de verano, adornado con flores y cintas. Y él, bueno… no quise fijarme demasiado.

Tengo que volver al estanque, a las terrazas, a la gente. Ana y Elvira hablaron de El Bosco, y ahí estaba en vivo ese Jardín de las Delicias, más amable y familiar, aunque igual de abigarrado y tan lleno de matices.

Y ya en el Metro, Mingote tuvo la misma idea: también le habían hablado antes de El Bosco.