Por Valentín De Benito Rica
La vista es el sentido que más condiciona nuestra interpretación del mundo, y parece que ahora mismo el problema racial en los Estados Unidos se centra precisamente en la visión, o en la visibilidad, de la piel negra. El boicot propuesto a la ceremonia de los Óscar de este año protesta la escasa representación que tienen los afroamericanos en las candidaturas a los premios; sienten que el cine no les da suficiente visibilidad.
Ver historias y sentir emociones en las que nos reconozcamos es una función que pedimos al cine. Aunque para identificar como propio lo que está encarnado en otra piel, al espectador le suponemos un aprendizaje previo, normalmente inconsciente. Puede que este aprendizaje sea una clave de lo que tratamos, pues aprender a verla como propia será más necesario aún si la piel mostrada es de un color distinto al de la nuestra. Muchas veces hay que aprender a ver. Como dermatólogo me parece que para ver la piel de los otros y reconocer tras ella los problemas que son comunes a todos los hombres, el espectador de cine precisa también alguna formación; en analogía al aprendizaje necesario en la dermatología, especialidad médica fundada en la visión, en una piel diversa, de las mismas enfermedades que afectan a todos los humanos.
Sabemos que no es nada nueva la sensibilidad de Hollywood con la cuestión racial. Ya en los principios de su historia la cosa no empezó nada bien cuando Griffith, el primer director en Hollywood, se dedicó a enaltecer los linchamientos de negros del Ku Klux Klan, en El nacimiento de una nación. Que esta, por otros motivos, magnífica película resultase fundamental para el progreso del cine, y sea necesario recordarla constantemente no ayuda a cerrar heridas. Después de transcurrir un siglo de películas se puede constatar que en el cine americano hay un foco que se mantiene fijo en los conflictos raciales, como dejan claro las dos últimas de Tarantino (con un tratamiento que, a veces humorísticamente, es el inverso al de Griffith).
Pero la polémica de los Óscar de este año no reside en el tipo de historias de las películas, sino en la mera visibilidad que tienen en ellas los negros. La protesta se centra en aspectos cuantitativos (los dos últimos años no hubo nominado ningún actor negro). Y las soluciones que se plantean van en la consabida dirección de implantar cuotas para mejorar la representatividad de las minorías en la Academia de Hollywood.
Creo que va más encaminado hacia el origen del problema el director negro Spike Lee, cuando declara que solamente con un mayor poder de decisión de los negros en los niveles ejecutivos del negocio puede esperarse que veamos más gente de su color en las películas. Así, parece que la pregunta fundamental es por qué da mayor seguridad a los productores de las películas el que los actores sean blancos.
Quizá la aproximación más valiente al problema sea poner en cuestión el modelo mismo de cine que funciona comercialmente. El atractivo del cine comercial descansa en gran medida en la interpretación, pues con el llamado star system el espectador ha sido acostumbrado a empatizar con los actores. Pero este sistema no parece servir como aprendizaje de la empatía con otras razas, y el resultado es que a quienes financian las películas les da mayor seguridad la presencia de piel blanca.
Nos gustaría suponer que otra concepción del cine menos centrada en la interpretación podría ir madurando en el público para que éste llegase a deshabituarse del gusto por ver actores. Creo que ello facilitaría una visión natural de la diversidad racial. Recordaré una película que en 1960, en el medio de los dos extremos de Griffith y Tarantino, abrió un camino al cine para la integración natural de las razas, pues trataba de cómo se puede aprender a ver la piel de los otros: La Pirámide humana, del francés Jean Rouch. Una película llena de hallazgos cinematográficos, precursores de la Nouvelle Vague, y que superpone ficción y documento antropológico. Descubrí, gracias a las enseñanzas de Paulino Viota, este ejemplo de cine-verdad que Rouch realizó con unos medios mínimos para que un grupo de adolescentes blancos y negros, que no eran actores profesionales, exploraran deliberadamente las relaciones interraciales. Admirablemente, la película muestra un proceso de aprendizaje, pero también lo produce en el espectador.
Asumimos que no es este tipo de cine el que da su atractivo a los Premios Óscar, sino más bien la glorificación de los actores, y quizá sea una vana ensoñación que el gusto del público acabe con la preeminencia de la interpretación en pos de una pureza cinematográfica. Pero también podría ser que el sueño de ese nirvana sin actores que en sus aforismos proponía Bresson para el cinematógrafo —como aquel que dice: X, actor, indefinido como un color indefinido formado por dos tonos superpuestos— sea el mismo sueño del Dr. King, en el que hayamos aprendido a ver, en cualquier piel, la piel común a todos. Y no solamente en la dermatología.