Umbral

Umbral E.E

Opinión

Umbral

Octavio Gómez Milián, profesor y escritor
Publicada

En el aniversario de Pincho. En la resurrección de «Mortal y Rosa». La olivetti de Umbral, misterio insondable de la España eterna, tres veces España: engañada, enamorada, enviudada. Se acumulan los libros como una torreta de sabiduría ajena, amordaza por el tiempo que la vida nos presta para dedicarnos a su lectura, en esta resaca de espuma salada tras San Jorge, renovamos nuestros votos como fieles acólitos de Umbral.

Y es que Umbral, torrente de recuerdos y ediciones, es un panteón en sí mismo, trino, múltiple, único. Nadie en una escasez de lo cualitativo fue capaz de abarcar tanto: él, solo, contra el mundo, en un bucle de palabras y folios, de manzanas y anfetaminas, de barriada y dacha. Umbral escribió tanto que uno cada vez que sale al encuentro del polvo en la librería de lance o en el bazar digital de la segunda mano, sueña con un nuevo libro, uno que escapó a su listado: diccionario o carta, turbia recopilación alimenticia o novela deshonesta.

Es la sección que uno busca, la U de Umbral, en cualquier estante gastado y perdido: no importa si la edición es distinta, porque todas cuentan. En Valladolid compré una primera de «Los males sagrados» y dejé abandonada otra con la firma del mito. Uno se nutre de la adjetivación y el ritmo, el compendio pesado y nocturno del malditismo manoseado, los cuerpos leves, los rotundos, el cielo cuajado de antibiótico y foulard.

Es el dandismo cariacontecido del padre sin hijo, del marido sin amante, poeta sin poemas, un espejo de formas desmesuradas que deja cariado al que lo prueba, tal es el afán y la glotonería que a uno le invade. Del mismo modo que la máquina de escribir te llama tú la llamas a ella, buscas el mito de la negrita, el lugar donde el pucelano se enamora de la ciudad. La Ciudad, con ce mayúscula es Madrid. Madrid es que define su estilo literario, un ritmo de décadas.

En su Café Gijón, en la muerte del hijo, superadas las pensiones y los artículos a bulto, en la Transición y ese rojerío impostado del que abandona las manzanas y la leche por los estimulantes y el whisky. Llegar tarde al alcohol fuerte, rodeado de chicas, azules y progres, jóvenes y menos jóvenes. A las mujeres, como al whisky, hay que ir bien cenado. Una cita que hoy te convertiría en un endemoniado. Recicla la existencia y la convierte en materia de papel y semántica. Cientos de libros que hacen de su obra algo infinito, como los grandes, que nunca mueren porque, realmente, uno puede encontrarse con ellos una y otra vez.

En los ochenta se llena los bolsillos, atorrante de negritas y contraportada, inhalando el polvo aplastado de los huesos de Ramón Gómez de la Serna y, sobre todo, César González Ruano. Billetes de cinco mil y de diez mil, con rostros impenetrables, como los de la tribu. Y es que sordo tras dejar de escuchar cómo crece su hijo, enfermo de una fiebre terrible, se convierte en ser de lejanías mientras, asqueado, se convierte en personaje de una sola escena.

Como el milenarismo de Fernando Arrabal, Umbral viene a hablar de su hijo. Pero yo, y ahora me introduzco entre las letras, que me acercaba a comprar, cuando me llegaban las pesetas o los primeros euros, la prensa, «El mundo», el de verdad, el de Luis Antonio de Villena y Federico Jiménez Losantos, ahí estaban, junto a Luis Alberto de Cuenca, Umbral y Arrabal, los dos, haciendo el aguante a España. Una, sola, castellana y hambrienta.

Y yo, soñando que Zaragoza me amaba y me definía como lo hacía Madrid con Umbral. Me he quedado solo, respirando sus páginas, amando el recuerdo, escuchando, sí, programas de radio, podcast en su memoria. Imitando, ya se habrán dado cuenta, su estilo de arma automática y nutritiva metáfora.

Como miembros de un culto ancestral nos reconocemos en nuestras gafas de pasta, patillas surcadas de la espuma de la edad, abrigos de paño largo que todavía nos permite el alquitrán del tiempo. Aquí, alejado de la ciudad, en la caída de la tarde, refresco las negritas de la columna, encomendando al único santo verdadero de esta oficina.