Cuarenta días después del inicio de la invasión total de Rusia a Ucrania, los ojos del mundo comienzan a comprobar las huellas de sangre de la cínicamente bautizada como "operación militar especial" por Vladímir Putin. A las imágenes de ciudades derruidas, reducidas a escombros, a calles sin vida, a humo y polvo, se unen escenas que nos devuelven a la realidad de la guerra: las ejecuciones, las torturas, los desmembramientos, los cuerpos sobre cuerpos en fosas comunes, la monstruosidad a costa de civiles, ciudadanos inocentes, desarmados, víctimas de crímenes de lesa humanidad.

Los kilómetros recuperados por la resistencia ucraniana en los alrededores de Kiev, con la retirada precipitada de las tropas invasoras en sus ya perdidas zonas de control, dan cuenta de la cara más cruel, terrible y desgarradora de la condición humana. Pasarán generaciones y los nombres de las ciudades de Bucha e Irpin continuarán asociadas al horror, a la altura de la camboyana Nom Pen y la bosnia Srebrenica. La guerra sólo cambia de escenario. Las atrocidades y las matanzas, que no distinguen de etnias o culturas, se repiten.

Casa por casa, indiscriminadamente, los rusos se han entregado con vocación a la escalofriante táctica de la tierra quemada. A una operación de limpieza que, con la muy probable participación de los grupos de mercenarios, ha barrido cualquier rastro de vida. Que no ha reparado en niños, madres, adolescentes y abuelos maniatados, desnudos, humillados, violados, arrojados a la luz del sol en los arcenes y las carreteras. La palabra escogida por el alcalde de Kiev para definir los actos de los rusos parece atinada. Lo ha llamado “genocidio”.

La indignidad de las unidades enviadas por el Kremlin se extiende, también, a sus propios hombres. Los huidos han abandonado los cuerpos sin vida de sus compañeros, a menudo enterrados por los propios ucranianos, y han cargado, en cambio, con botines de guerra que se han cobrado de su paso por las casas desvalijadas.

Nada de esto será reconocido por los altavoces del Kremlin, como Dimitri Peskov o Serguéi Lavrov. Mentirán y sonreirán sin sonrojo. Pero la realidad de Bucha e Irpin, y de tantas ciudades con barbaries por descubrir, dejan una idea clara. De qué es capaz Putin, incluso a un “pueblo hermano”, y hasta qué punto ponerse de perfil implica connivencia con sus actos.

Juzgar a Putin

Los crímenes del déspota ruso no pueden quedar impunes. Están sobradamente documentados por periodistas, autoridades locales y organizaciones especializadas, como Human Rights Watch, que denuncia las flagrantes “violaciones de las leyes de la guerra” cometidas por el ejército ruso. La recopilación de pruebas es fundamental para la investigación de la fiscalía de La Haya. Por improbable que resulte la misión, no se puede escatimar energías en sentar a los responsables rusos, con Putin a la cabeza, ante la Corte Penal Internacional.

Tampoco se deben detener los esfuerzos para presionar al Kremlin y abocarle a detener la carnicería. El presidente de la Eurocámara, Charles Michel, avanzó que hay “más sanciones en camino” contra Moscú. El Alto Representante de la diplomacia europea, Josep Borrell, concretó que “continuará el fuerte apoyo de la Unión a Ucrania”. Y la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, incidió en que “los responsables de crímenes de guerra tendrán que rendir cuentas”. La historia juzgará a Putin. Pero la justicia no puede esperar tanto.