Hay libros que se apoderan de sus lectores hasta convertirlos en esclavos. Esclavos de sus palabras poderosas y voladizas, de los personajes de carne y hueso que crecen entre sus páginas imaginarias como por sortilegio pero que escapan volando entre sus líneas; esclavos de la magia deslumbrante que sobrevuelan sus historias, de lo que corre entre sus párrafos y capítulos y que no logramos alcanzar jamás; esclavos de lo que te hace soñar aunque estés despierto, especialmente estando despierto…

Son libros que te gustaría olvidar para poder volver a descubrirlos, para poder disfrutar nuevamente de su asombrosa lectura, de su música silenciosa, de su imaginación, de su pasión infinita, del deseo que trasmiten a quienes caen bajo su hechizo; son libros que te hipnotizan, que te convierten en un pobre títere al que sólo le resta rendirse ante la fuerza avasalladora que adquieren las palabras cuando las funde un cuentista que, cual trilero, porta el cubilete mágico que oculta en sus entrañas el poder de la creación.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevo a conocer el hielo.”

Así arrancó Gabriel García Márquez, como todo el mundo debería saber, Cien años de soledad, uno de esos libros. Para mí, el libro por antonomasia. Me acaban de regalar –uno de esos regalos que no se olvidan jamás– una reciente edición, ilustrada por Luisa Rivero, que Random House ha publicado en abril de este año para conmemorar los cincuenta años del descubrimiento de Macondo. Tengo un sinfín de ediciones de esta obra que escapa a toda definición, a todo intento de encasillarla o de clasificarla. Y todas las he leído; tengo esa manía. Suelo comprar las que caen en mis manos, siempre que sean en el idioma de su autor, tratando de descubrir en ellas algo diferente, algo que nuevamente me haga abrir los ojos de par en par para tratar de ver lo que estoy leyendo.

Tengo que reconocer que estos Cien años de soledad tienen un sabor especial. Ya sea por las ilustraciones que nos recuerdan a libros de antaño, por su tamaño grande, por su tapa dura y sólida que parece guardar un tesoro en su interior, por el aspecto de libro viejo y sabio, porque el papel en el que está impreso huele a papel, por su portada que nos envuelve en ensoñaciones de tiempos lejanos; o quizá sea porque me gusta tocarlo, manosearlo, sentirlo a mi lado, mío; pasar la mano una y otra vez por su lomo áspero con la ilusión imposible de apoderarme definitivamente de su espíritu.

Me pasa siempre igual cuando poso mis ojos en una nueva edición. Ya no puedo retirarlos; empiezan siendo prisioneros del hielo y acaban fundiéndose con Úrsula y José Arcadio; con Amaranta, con Remedios y con Aureliano y los 17 aurelianos que le siguieron; con Pilar y con Rebeca; con Santa Sofía de la Piedad; con Fernanda, Petra y Remedios la bella; con Mauricio Babilonia, Renata Remedios, Amaranta Úrsula y Gastón; con Aureliano Babilonia y con otro Aureliano otra vez. Siempre con Aureliano.

Y empiezas a leer y no paras, no puedes parar hasta que llegas al final, aunque no quieres llegar al final, aunque desees que la memoria se te hubiera volado… 

“… pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Buendía acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”

Pido humilde perdón por el atrevimiento de ensuciar con mis palabras esta obra intocable. Pero no lo he podido evitar. Me han hecho el mejor de los regalos y me siento liberado para escribir de lo que no debería escribir. Perdón. Me he dejado llevar por ese realismo mágico ya acuñado, por el viento caribeño que todo lo zarandea. Leo por ahí que nadie se salva del encantamiento. Que en Aracataca, allí donde se inspiró Gabo para la construcción de Macondo, la magia se ha instalado en la vida cotidiana; que en las paredes de sus calles aparecen y desaparecen fragmentos de la obra, que pasan trenes de mil vagones, que todos sus habitantes se pasean con un ejemplar de Cien años de soledad sobre su cabezas para emular al autor inmortalizado por Colita; que la casa del telegrafista sigue siendo la casa del telegrafista; que el hijo sigue estando por ahí, viviendo para contarla…

Que sólo han pasado cincuenta años, que todavía nos quedan otros cincuenta para tener una segunda oportunidad sobre la tierra.