Según una reciente encuesta de El País un 38% de los españoles apoya la celebración de un referéndum de independencia en Cataluña. Ese 38% incluye a una mayoría de los vascos, a tres cuartas partes de los votantes de Unidos Podemos y a una parte quizá no mayoritaria pero sí significativa de los del PSOE.

Mucha solidaridad es esa teniendo en cuenta que lo que se está exigiendo en Cataluña es decidir unilateralmente sobre una parte de España cuya soberanía pertenece a todos los ciudadanos españoles. En este sentido tanto daría que los catalanes decidieran regalarle Galicia a los portugueses o Málaga a los malayos. Suyo es el 16% de la decisión, efectivamente, pero el restante 84% le corresponde al resto de los españoles.  

Más allá de la obviedad anterior, se me escapan los motivos para la queja de aquellos que piden la independencia de Cataluña. Excepción hecha de los puramente sentimentales, por supuesto. En Cataluña el nacionalismo lleva gobernando más años que los que duró el franquismo (40 años contra 36).

Cataluña es la comunidad autónoma con más peso en el PIB español junto con Madrid y en 2016 fue la tercera que más creció del país (un 3,5%). El PIB por habitante es de 28.950 €, doscientos cincuenta y ocho euros más que al comienzo de la crisis de 2008 y muy por encima de la media española (que es de 23.970 €). Cataluña es, de muy largo, la comunidad más industrializada de España y el 23% de la producción española tiene su origen en ella.

Aún más. La depredación financiera y la matraca ideológica sufridas por los catalanes a manos de las elites del nacionalismo no ha encontrado jamás respuesta por parte del Gobierno central. Ni dura ni blanda: ninguna.

Incluso es probable que el órdago independentista acabe con alguna concesión del Gobierno de Mariano Rajoy. Concesión que los españoles pagarán a precio de trufa blanca y de la que los ciudadanos catalanes sólo verán las migajas que caigan de la boca de los líderes de ERC, CUP, PDeCAT y de la de sus entidades satélite, como la Asamblea Nacional Catalana, Òmnium Cultural y la Asociación de Municipios por la Independencia. 

Todavía más. La lengua por defecto en la enseñanza, en la sanidad, en los medios de comunicación públicos y en la administración es el catalán. En Barcelona los anuncios, comunicaciones y publicidades del Ayuntamiento se escriben en catalán, inglés e incluso urdu, pero no en castellano. Los comerciantes que no rotulan sus comercios en catalán son severamente castigados y resulta prácticamente imposible conseguir que un niño sea educado en castellano sin que se vea al mismo tiempo marginado del resto de sus compañeros.

Los trabajadores de los sectores clave para la administración autonómica, con los de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales (TV3 y Catalunya Ràdio) a la cabeza, cobran sueldos muy superiores a los de sus homónimos del sector privado. 

Los partidos que se oponen al referéndum de independencia son ridiculizados rutinariamente en los medios de comunicación catalanes. Sus sedes, asaltadas de tanto en cuanto. Sus simpatizantes, acosados de forma regular en las redes sociales y, en ocasiones, también físicamente.

El revisionismo de la historia alcanza cotas de vergüenza ajena y no hay historiador demente con alguna teoría estrafalaria sobre la catalanidad de Cristobal Colón, Leonardo da Vinci o Genghis Khan que no encuentre acomodo en el discurso oficial soberanista. 

Según el diario británico The Independent, Barcelona es ya una de las ocho ciudades del mundo más antipáticas para los extranjeros, y las pintadas de todos los turistas son unos bastardos y turista vete a tu casa se multiplican por sus calles con la complicidad de su alcaldesa.

A ello se le suma el apoyo de unos barceloneses que presumen de tolerantes y acogedores con unos refugiados que sólo han visto en foto pero que no tienen ningún empacho en mostrar su desprecio por esos turistas europeos y americanos de los que muchos viven (el peso del turismo en el PIB catalán es del 12%). 

Y a pesar de todo ello, millones de españoles creen que los catalanes son víctimas de no se sabe qué agravio comparativo. Que un idioma propio y unas cuantas peculiaridades culturales intrascendentes (las mismas que atesora cualquier otra región española) justifican un trato de favor con respecto al resto de los españoles. 

Debe de ser eso de lo que hablaba el tuitero Benjamin L. Willard: “En la modernidad, el colmo de la virtud ya no es ser héroe, sino víctima”. La evidencia de que en España sólo los vascos viven mejor y a menor coste relativo que los catalanes no ha parecido frenar ni un ápice la percepción de Cataluña como víctima de un hipotético expolio financiero y cultural español.

Ojalá no llegue nunca el día en que los catalanes se den cuenta de que el único hecho diferencial que justifica el trato de favor recibido por la burguesía vasca del barrio de Neguri son los más de ochocientos asesinatos que algunos vascos pusieron sobre la mesa de negociaciones.

Así que si el motivo por el que ese 38% de españoles apoyan el proceso soberanista catalán es su bondad para con el universo entero, su empatía con las víctimas de todas las injusticias, su deseo de contribuir a un mundo mejor en el que vivir libremente y sin esas molestas restricciones que son los derechos ajenos… que recuerden lo que escribió Oscar Wilde sobre el sentimentalismo: “Un sentimental es alguien que desea disfrutar del lujo de una emoción sin tener que pagar por ella”. 

Y digo que lo recuerden porque todo apunta a que ese 38% de españoles que apoyan la celebración de un referéndum de independencia en Cataluña van camino de conseguir la absurda hazaña de disfrutar del lujo de la emoción de la solidaridad con quienes les desprecian pagándolo, además, de su propio bolsillo.