"Nuestras leyes, por desgracia, no son conocidas por todos, sino que constituyen el secreto del pequeño grupo aristocrático que nos gobierna". Con estas palabras comienza el escritor checo (y doctor en Derecho, todo hay que decirlo) Franz Kafka un fragmento narrativo titulado Sobre la cuestión de las leyes, perteneciente a un proyecto novelístico sobre la muralla china nunca llevado a término. La frase, en absoluto casual, da juego a los filósofos del Derecho y sirvió a quien esto escribe para hacer alguna que otra interpretación maliciosa acerca de la legitimidad de las leyes en los sistemas jurídicos complejos, en los que a veces la legislación, y el lenguaje en el que se expresa, resultan inasequibles al común de la población, que ha de recurrir a la mediación de peritos que, como parte del círculo de iniciados, administran las normas al margen de sus destinatarios. En mi descargo alegaré que se trataba de subir nota en la asignatura de Filosofía del Derecho de quinto de carrera (plan de 1953), y que mi malicia me proporcionó el resultado perseguido.

La imagen kafkiana, poderosa y sugerente como todas las suyas, acaba de encontrar una sorprendente plasmación, no ya alegórica, sino literal, en ese fenómeno crecientemente surrealista que ha dado en llamarse Procés Constituent de Cataluña. Acabamos de saber que las dos fuerzas parlamentarias que lo impulsan, esa amalgama llamada Junts pel Sí (donde la antigua Convergència se sobrevive a sí misma y ERC afianza su hegemonía del soberanismo) y la por tantas razones inefable CUP, han acordado una cosa denominada ley de transitoriedad jurídica, que ha de suministrarles la cobertura legal para su referéndum y maniobras subsiguientes en el supuesto, que cada vez dan más por hecho, de desconexión de la legalidad española. La gran peculiaridad de la ley así pactada no es otra que su carácter secreto; según sus impulsores, para evitar la impugnación por parte del gobierno español, pero sea cual sea la coartada no cabe ignorar que las leyes secretas tienen la ventaja de que no pueden ser impugnadas por nadie: tampoco por aquellos a quienes se pretenden aplicar, que quedan así reducidos a la condición de súbditos ignaros e inermes, como los del relato kafkiano.

Hay una razón poderosa para que el independentismo se lance a esta maniobra estrafalaria. La enuncia un catalán hoy olvidado, Frederic Escofet, en su por muchos motivos recomendable libro de memorias titulado Al servei de Catalunya i de la República, cuando recuerda el fracaso de la proclamación de la República catalana por Lluís Companys el 6 de octubre de 1934: "La diferència que existeix entre actuar dins de la legalitat o fora". Fue al ponerse fuera de la legalidad, razona Escofet, cuando la Generalitat sentó las bases de su descalabro en aquella jornada, que se saldó con la condena a prisión del president Companys y la sentencia de muerte, luego conmutada, para el propio Escofet, que a la sazón era segundo jefe de los Mossos d’Esquadra.

La pregunta es si cabe eludir esa responsabilidad, que Lluís Companys afrontó, tapándose con una metáfora kafkiana.