La designación de Jaime González Castaño como director general de Deportes es la prueba de la ligereza con la que se realizan los nombramientos en nuestra política. Hasta el viernes pasado, este joven era el asistente personal del presidente del Gobierno, el encargado de llevarle la cartera.

Nadie cuestiona ni las capacidades ni los méritos de González Castaño, que ha cursado la Carrera Diplomática. Pero su aterrizaje en el Ministerio para convertirse en la segunda autoridad del Deporte español, sólo por debajo del presidente del Consejo Superior de Deportes, se antoja una frivolidad.

González Castaño ha sido la sombra de Rajoy dentro y fuera de Moncloa los últimos cuatro años. No es suponer demasiado que durante la multitud de horas que han compartido habrán comentado las hazañas y los avatares de los deportistas españoles, y que gracias a eso Rajoy habrá tenido ocasión de saber que tenía ante sí a un entusiasta del deporte.

Tampoco es aventurado concluir que ha sido el propio Rajoy quien ha querido premiarle promocionándolo a su nuevo cargo. Esa tesis viene corroborada por el hecho de que la máxima autoridad del Deporte, José Ramón Lete, no lo había reclamado; o dicho de otra forma, se lo han impuesto.

Salvando las distancias, la circunstancia de que sea la santa voluntad del presidente del Gobierno la que determine el futuro de personas y la configuración de las instituciones emparenta a nuestra democracia con la Roma Imperial, en la que los emperadores hacían y deshacían a capricho. Claro que no se puede comparar a Rajoy con un Calígula que hizo senador a su caballo, pero una democracia que se precie debería ser más escrupulosa con los nombramientos.