Incontrolable y aniquilador. Aparece de repente, se adueña de todo tu ser y te paraliza. Cada uno fabrica los suyos propios y no queda otra que desmontar los que resultan ficticios, aceptar los que carecen de fundamento y seguir adelante nuestra vida porque perderla es lo único que de verdad nos espanta. Saben bien a qué tenemos miedo, por eso exhiben sus presas a las que degüellan mirando a cámara y distribuyen las imágenes para que todos sepamos hasta dónde pueden llegar. Nos aterra morir y lo saben. Disfrutan de todo ese pavor que recorre nuestra espalda cuando cabe la más mínima posibilidad de que seamos uno de los próximos que caigan.

Ellos no tienen miedo a nada de eso. Ellos se consideran los elegidos y ni siquiera su muerte evitaría su satisfacción y orgullo. Han sembrado la angustia hasta que ha germinado e inundado nuestras vidas:

Miedo a un partido de fútbol, pavor a salir a cenar con la familia, escrúpulo y recelo si esta noche hay un concierto al que nos invitan los amigos. Estados en permanente estado de emergencia, metralletas por las calles, estampidas en las plazas confundiendo el sonido de un petardo con el de una de las bombas con las que juran que nos aniquilarán por mucho que nos escondamos, por mucho que huyamos, por mucho que queramos escapar.

Aún más miedo.

Sigamos aterrorizados y vendamos armas aunque sea al Ejército Iraquí. Ya tenemos el negocio montado suministrándoselas a Arabia Saudí, Indonesia, Australia, Egipto, Omán y hasta a Noruega. Poseemos el lujoso título de ser el séptimo país del mundo que más armas exporta después de Estados Unidos, Rusia, Alemania, China, Francia y Reino Unido. Vendamos muchas más para aniquilar a unos aunque no sepamos quiénes son los otros. Ya marcan en el mapamundi los lugares donde vamos a pasar tanto miedo que ni siquiera nos daremos cuenta de que nos apuntan con nuestras propias armas.

Y entonces manifestamos todo ese miedo con cualquiera que pueda parecerse lo más mínimo a un árabe, a un marroquí, a un musulmán, a un moro al que catalogaremos llamándolo como nos brote cuando nos los crucemos por la calle por mucho que acuda a nosotros escapando de lo que nos espanta. Que no entre ni uno, blindémonos ante cualquiera que parezca uno de ellos. Temamos a todos para salvarnos de unos pocos y demostremos hasta qué punto tenemos miedo.

Como si el pánico pudiera ser la salvación. O siquiera la redención.