“El papel pintado, cómo pude haberlo olvidado, el papel pintado era una auténtica epifanía. Este de aquí: con un castillo y lianas verdes, muy parecido al de mi cuarto, unos rombos de verde claro y plantas trepadoras, solo que en vez de castillo había una cabaña escondida en mitad del bosque con un lago delante. Cientos de cabañas verdes con sus verdes lagos”.

El narrador de Las tempestálidas, novela de Gueorgui Gospodínov, acaba de entrar en la primera de las “clínicas del pasado”, un apartamento en Zúrich que reproduce una vivienda de los años sesenta, y está experimentando un desdoblamiento temporal al reconocer los espacios, objetos y olores que habría podido encontrar en el dormitorio de su infancia.

Las clínicas del pasado son un proyecto de un antiguo conocido, Gaustín, que se propone reconstruir décadas completas en viviendas y edificios, para más tarde extenderlas a barrios y ciudades donde se pueda habitar por entero en años concretos del siglo XX.

Mientras leía 'Las tempestálidas', me preguntaba si en el futuro la
memoria cultural, debido a la aceleración, dejará menos huella

Su clientela son enfermos de Alzheimer, para los que el tiempo se ha detenido y “el presente es un país extraño; el pasado es su patria”. Ofrece por tanto pasar en un “cronorrefugio” los últimos años de una vida desmemoriada para la que el presente no produce significado.

A medida que el experimento alcanza éxito y renombre, de manera inesperada –y a la vez predecible para el propio Gaustín– también los familiares de los enfermos solicitan mudarse con ellos al dulce e inmóvil pasado de sus abuelos, recuerdos de un tiempo de certidumbres, pero recuerdos de segunda mano, momentos idealizados que en realidad no se han vivido, aunque les hayan sido relatados con el fondo nostálgico de las sobremesas.

[Una ambición muy medida, por Paula Ducay]

Esto no es más que el punto de partida de esta prodigiosa fantasía realista sobre una Europa incapaz de proponer proyectos colectivos que no provengan de recetarios pasados. Ese tiempo al que volver es un pasado kitsch, sin más textura que la del acontecimiento general suministrado por los medios de comunicación de masas: grandes éxitos de la música y la televisión, sintonías de informativos y publicidad, eliminatorias memorables de torneos deportivos.

El recuerdo íntimo se confunde con la experiencia compartida de seriales y concursos. El pasado es así un escaparate que no se distinguiría de una telenovela actual que se ambientara en una década pasada: un tiempo sin más memoria que estereotipos y clichés acuñados de manera retrospectiva.

[Pasolini y el teatro, por Xavier Albertí]

Mientras leía la novela me preguntaba si las décadas futuras participarán de un relato de esas características o la memoria cultural, debido a la aceleración y la segmentación, será cada vez más heterogénea y dejará menos huella. ¿Cuál es la forma actual del mundo? ¿Es duradera? ¿Cómo nos recordaremos?

Quizá llegue un momento en que las memorias generacionales, que se consolidan en los días sin tiempo de la adolescencia y la infancia, se estrechen tanto que tan solo puedas compartir experiencias con personas nacidas exclusivamente en tu año. Aunque si uno mira a su alrededor, quizá la tendencia sea la contraria: los productos culturales se reciclan de manera tan obsesiva que Sonic y Star Wars están más de moda que nunca.

[Últimos lugares de lo humano, por Víctor Balcells]

Quizá el pasado, a diferencia de lo que pueda parecer, sea demasiado similar en todos lados, y la política actual, sea del signo que sea, se define por las añoranzas de sus votantes. De los peligros de refugiarse en pasados acríticos, sin una memoria plural, es de lo que alerta Las tempestálidas, pues “lo primero que desaparece con la pérdida de memoria es la propia idea de futuro”.

Luis López Carrasco (Murcia, 1981) es cineasta (El año del descubrimiento) y escritor. Ganador del Premio Herralde 2023 con la novela El desierto blanco.