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Es la clase de leyenda que se cuenta entre susurros en la pausa del café. El relato definitivo de la victoria moral de un trabajador sobre la arrogancia burocratizada del sistema. La anécdota demasiado buena como para ser cierta, que sin embargo un conocido de un amigo contempló con sus propios ojos. De lo ocurrido el pasado 21 de junio en la fábrica de Iveco, sin embargo, ha quedado abundante constancia en las redes sociales.

Sobre la una de la tarde, el camión de un proveedor se presentaba a la entrada de la planta en la calle Mario Roso de Luna de Madrid. Los vigilantes de seguridad le cerraron el paso: el camionero no llevaba puesto el chaleco de seguridad, y su vestimenta veraniega - chanclas y bermudas - no se ajustaba a la normativa laboral. La situación se volvió tensa. Un controlador recibió un golpe por la espalda.

"Te empotro el camión en la garita" - habría amenazado el conductor, según el atestado policial. "No hay huevos", retó el encargado de seguridad. Mala decisión. ¿Recuerdan el "volveré" de Terminator? Puede que fuera lo que el camionero tuviera en mente cuando regresó al volante de su vehículo de alto tonelaje, pisó el acelerador y embistió contra el edificio. La Policía lo encontró sangrando todavía en la cabina, el único herido, si bien leve, por su temeraria acción. 

Furia española

Si su primera reacción es constatar que "esto sólo pasa en España", no anda desencaminado. "La cultura del honor, que es muy mediterránea, contrasta con otros síndromes culturales en los que las reacciones son diferentes: dignidad y cara, explica José Miguel Fernández Dols, catedrático de Psicología Social en la Universidad Autónoma de Madrid. "La primera es del norte de Europa, la segunda del este asiático".

Dols cita el trabajo de Dov Cohen, de la Universidad de Illinois, sobre las culturas del honor, "un concepto muy clásico en antropología y sociología". En 2011, Cohen publicaba en el Journal of Personality and Social Psychology junto a Angela K.-Y. Leung un estudio sobre la percepción de la violencia en cada una de las tres culturas. El ecosistema lo proporcionó el melting pot de comunidades que conforman EEUU: los estadounidenses del norte se identifican con una cultura de la dignidad, los sureños con la del honor y los asiático-americanos con la de la cara.

Para la cultura de la dignidad, describen los investigadores, cada individuo posee un valor intrínseco e inalienable que no depende de la opinión de los demás. Insultos y provocaciones arraigan con más dificultad sobre su psique. La cultura de la cara valora al individuo en función de su posición dentro de una jerarquía: mantener el decoro es lo honorable tanto para sí mismos como para los demás. Finalmente, en la cultura del honor el valor debe ser probado a ojos de los demás, y cada insulto y cada reto es una enmienda a la totalidad de la persona.

El estudio consistía en mostrar escenas de reacciones violentas a una provocación, del tipo de un vaquero entrando a un saloon sin buscar problemas pero encontrándose con una cuadrilla empeñada en provocárselos. Como era de esperar, los miembros de una cultura del honor eran los más propensos a condonar este tipo de violencia. Pero había un pequeña trampa: uno de los participantes era un gancho que debía "perder" un objeto personal. Si un sujeto quería devolvérselo, se veía atrapado en un correveidile de un aula a otra.

Los miembros de la cultura de la dignidad eran los más propensos a llegar hasta el final y completar la tarea altruista, frente a los del honor que a la primera de cambio se deshacían del objeto. Todo cambiaba, sin embargo, si el gancho había ofrecido un chicle antes al sujeto. Al haber contraído una deuda de honor, la tasa de compleción de los sureños se disparaba.

Cuestión de "cojones"

Ya conocemos la base antropológica del "no hay huevos". No nos sorprenderá averiguar que también hay una base biológica. Para un hombre de [la cultura del] honor, un insulto o reto provoca un pico de testosterona y de cortisol, la hormona esteroidea que segrega el cuerpo en situaciones de estrés y responde al estímulo de lucha o huida. "Así que el vigilante de la garita lo clavó" - bromea Dols.

Fue el propio Cohen quien comprobó esto en 1996 junto a su mentor, Richard E. Nisbett. Aquí también, sus estudiantes norteños y sureños creían estar participando en un estudio de otro tipo. Pero los investigadores habían plantando otro gancho. Debía fingir que el sujeto tiraba sus papeles al pasar; después, debía golpearle al pasar con el hombro y llamarle "gilipollas". Controladores que simulaban ser estudiantes en una mesa contigua anotarían la reacción.     

La conclusión fue que la actitud predominante entre los miembros de una cultura de la dignidad era de "diversión" (amusement) ante la situación. Las muestras de saliva tomadas tras el incidente demostraban que no se habían alterado en absoluto sus niveles de testosterona y cortisol. Todo lo contrario que los representantes de la cultura del honor, en los que se habían disparado en preparación a una "respuesta física".

El sindicato que representa al camionero pide "no criminalizarlo" argumentando que se reincorporaba al trabajo tras sufrir una depresión causada por las abusivas condiciones laborales. "La socialización nos enseña muchas cosas, entre ellas refrenar ciertos impulsos o modelarlos" - explica Dols. "Puede que alguna característica personal estable (e.g., un cuadro clínico) o pasajera (e.g., hipoglucemia) nos haga ser más impulsivos, pero la teoría actual sugiere que todos podemos perder el control porque la fuerza para controlarnos es un recurso limitado que se agota en ciertas situaciones".

Volviendo al trabajo de Cohen, los estudiantes sureños confesaban en mayor medida en una encuesta posterior que la respuesta incompleta al insulto había dañado su reputación de masculinidad. Los investigadores concluían que, en una cultura del honor, el mecanismo de insulto y reto es interpretado como una medida de estátus y virilidad. Cuestión, en definitiva, de cojones.