Uno va alcanzando una edad, y sucede que un día se da cuenta de que acude a más funerales que a bodas. Hoy quiero compartir mi contrariedad y mi protesta por el modo en que tienden a desarrollarse los primeros, al menos conforme a mi experiencia, más nutrida de lo que desearía.

Los ritos funerarios han sido desde siempre un elemento clave en todas las civilizaciones y culturas. Hasta hace bien poco, en buena parte del Occidente cristiano –y desde luego en España– era la Iglesia la que gestionaba esos ritos, y los funerales solían cursarse por medio de la tradicional misa de difuntos.

La progresiva pérdida de la fe religiosa ha menoscabado la pompa y la solemnidad de la ceremonia y de los oficios dedicados a los recién fallecidos, y entretanto una sociedad que vive de espaldas a la muerte no ha sabido segregar nuevos rituales con que honrar a los suyos en la hora de la despedida definitiva.

Lo peor de los funerales son los aplausos y los responsos funerarios confiados a sacerdotes expertos

La burocracia de la muerte y su escenificación suelen ser confiadas en la actualidad a funerarias y tanatorios. Estos socorren a las familias afligidas brindándoles un variado menú de ceremonias que a menudo combinan vestigios del ritual cristiano con fórmulas desacralizadas más o menos graves o informales.

Ocurre así que los funerales dan ocasión a verdaderas ruedas de lecturas y discursos, a audiciones de música de toda suerte (sacra, clásica, folk, pop, rock…), y hasta proyecciones, todo ello con una fuerte tendencia a la sensiblería. Una sensiblería inevitablemente lacrimógena y catártica, desde luego muy respetable pero a veces también, admitámoslo ya con los ojos secos, bochornosa.

Lo peor de todo, al menos para mí, son los aplausos, los malditos aplausos que en la actualidad todo lo acompañan. Si la muerte –y el dolor que conlleva– permaneció asociada en el pasado al hieratismo y al silencio circunspecto, hoy ya no es así, ni mucho menos. La tensión y la emoción del momento son liberadas compulsivamente por medio de aplausos a cualquier cosa que se diga, así sea un planto en toda regla.

Recuerdo un viejo artículo de Rafael Sánchez Ferlosio titulado precisamente así, “Aplausos”, del año 2010, donde decía: “En los entierros el aplauso se ha hecho tan convencional que se mira como una descortesía el no aplaudir. Todavía disuena en los oídos de los mayores, acostumbrados al silencio entre los muertos, pero tal vez no sea ya más que otra convención para los jóvenes, aunque para nosotros tiene la estridente inoportunidad de ser una forma de expresión que comparte con ceremonias y ocasiones alegres y festivas”.

Acabo de decir que lo peor de los funerales son los aplausos, pero no, qué va. Lo peor, en mi experiencia, son los responsos funerarios confiados a sacerdotes más o menos expertos en la tarea, que el mismo día improvisan unas palabras en memoria del muerto.

He salido más de una vez indignado por las sandeces y los disparates que en estas ocasiones son capaces de proferir algunos de esos sacerdotes, dicho sea con todo el respeto. Asumo que su obligación, en cuanto representantes de la fe católica, es hablar y actuar en el marco espiritual que esta les procura, por mucho que sospechen que buena parte de la concurrencia no comparte esa fe, mucho menos en su estricta ortodoxia. Pero no dejo de pensar que veintiún siglos de tradición cristiana han arrojado un amplísimo caudal de reflexiones sobre la muerte lo suficientemente profundas como para ser recordadas y compartidas sin apuro tanto por creyentes como por no creyentes.

A la hora de escribir estas líneas se me ocurren, de hecho (a mí, que tuve formación cristiana), un montón. Todas preferibles a la sonrojante y rutinaria fraseología celestial a que esos sacerdotes suelen acudir.