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Tres historias para entender Chicago

Arquitecto y narrador, Pedro Torrijos convierte cada destino en una historia inolvidable: crónicas de lugares extraordinarios donde la arquitectura, el urbanismo y la emoción se encuentran.

Por Pedro Torrijos
Publicada

Hay ciudades que se definen por lo que construyen y otras por lo que destruyen. Chicago, en cambio, se define por lo que reconstruye. No hay en todo el continente un lugar que haya aprendido tan bien la lección del colapso, del incendio y del viento. Nació casi por accidente —una curva en el río, un puerto improvisado—, se quemó entera en 1871 y volvió a levantarse con una obstinación que roza la arrogancia. Pero también con una inteligencia estructural que, con el tiempo, la convertiría en el laboratorio donde se ensayaron las ideas que después darían forma a todas las ciudades modernas: la higiene, el acero, la verticalidad, la mezcla imposible entre ambición y cordura.

Para entender Chicago, conviene empezar por algo tan improbable como su propio río.

El río que fluye al revés

Río Chicago.

Río Chicago.

A mediados del siglo XIX, la ciudad tenía un problema: su sistema de alcantarillado vertía las aguas residuales en el mismo lago del que se obtenía el agua potable. Cada lluvia arrastraba de vuelta la basura a las tomas de agua, y la consecuencia era una cadena inacabable de cóleras y tifos. La solución, sin embargo, fue una de las obras de ingeniería más asombrosas y delirantes del mundo moderno: hicieron que el río Chicago corriera al revés.

La historia suele contarse como una anécdota técnica, pero es también una parábola moral sobre la naturaleza de la ciudad. Cuando en 1860 el ingeniero Ellis Chesbrough propuso excavar un canal de 45 kilómetros para invertir la corriente, nadie pensó que fuese posible. Chicago es una ciudad plana como un tablero de dibujo: apenas cuatro metros de diferencia entre la calle y la orilla del lago. Pero Chesbrough encontró una solución que rozaba la magia: excavar con la pendiente justa para que el río, en lugar de morir en el lago Míchigan, fluyera hacia el Mississippi.

En 1900, con dinamita y orgullo, abrieron la última compuerta. El agua se dio la vuelta. Donde antes el río desembocaba en el lago, ahora nacía de él. Y lo que fue un gesto de supervivencia se convirtió en símbolo de la ciudad: si la naturaleza te da un límite, lo excavas. Si el agua va en la dirección equivocada, la corriges.

No es casual que el siglo XX empezara en Chicago.

El hombre que domesticó el viento

Sesenta años después, la ciudad seguía buscando nuevas formas de contradecir la lógica del mundo. A Bruce Graham, arquitecto de SOM, le encargaron un rascacielos residencial en la avenida Michigan. Pero los rascacielos, en los años sesenta, eran casi una especie en extinción. El Empire State, orgullo de una época de acero y depresión, se había convertido en un símbolo melancólico; levantar torres tan altas resultaba demasiado caro.

Así que Graham le preguntó a su ingeniero, un joven bangladesí de nombre Fazlur Rahman Khan, cuál era la estructura más económica posible para un edificio alto. Khan no respondió de inmediato. Bajó a una floristería y regresó con una caña de bambú en la mano.

—Esta —dijo—. Esto es un rascacielos.

Nacido en Daca, Khan había pasado su infancia rodeado de bambúes que se doblaban sin romperse. Aquella planta ligera, hueca y flexible le reveló una verdad que cambiaría para siempre la ingeniería estructural: la mejor forma de resistir el viento es comportarse como el viento.

De esa idea nació el John Hancock Center, un edificio que parecía desafiar todas las reglas: cien plantas, fachada de acero con diagonales expuestas y un interior libre de pilares. Una especie de tubo gigante que se mantenía en pie por la propia geometría de su piel.

John Hancock Center.

John Hancock Center.

Cuando empezaron las obras, una vidente predijo que la torre se desplomaría antes de terminarse. Y durante unos meses pareció que iba a tener razón: al llegar a la planta veinte, el edificio empezó a hundirse en el suelo. Chicago, otra vez, luchando contra su propio terreno fangoso.

Khan detuvo la obra, examinó los cimientos y descubrió que la constructora había querido ahorrar tiempo: habían vertido hormigón con las perforadoras aún dentro de los pozos. Corrigió el error, estabilizó el edificio y lo terminó justo como había prometido: cien plantas por cien millones de dólares.

El Hancock se inauguró en 1969. Fue un triunfo, pero también algo más. Khan había inventado la lógica que haría posible la segunda edad de oro de los rascacielos: la Torre Sears, las Torres Gemelas, el Citicorp Center, todos descendientes directos de aquella caña de bambú. Si el río de Chesbrough enseñó a Chicago a invertir la corriente, Khan le enseñó a domesticar el viento.

Las torres que construyeron los bedeles

Y aún faltaba el tercer milagro: hacer que la gente quisiera volver a vivir en el centro.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se fue a vivir al sueño suburbano: chalets con garaje, jardín y valla blanca. El baby boom y el coche barato vaciaron las ciudades. Chicago, que había sido el corazón industrial de América, se quedó con el esqueleto de su antiguo esplendor: fábricas abandonadas, bloques vacíos, calles donde ya no sonaban timbres.

En 1959, un sindicato —el de bedeles y ascensoristas, de todos los posibles— decidió que eso no podía seguir así. Si los ricos se iban y los pobres no podían pagar, ¿quién limpiaría los ascensores? La solución fue tan excéntrica como hermosa: construir un rascacielos residencial que devolviera a la clase media al centro.

Marina City.

Marina City.

Encargaron el proyecto a Bertrand Goldberg, que diseñó Marina City, dos torres de hormigón balconadas y abiertas sobre la orilla norte del río. Tenían 65 plantas, 900 apartamentos, un puerto deportivo, un cine, un gimnasio y 1.800 plazas de aparcamiento que se enroscaban como una doble hélice. A simple vista parecían mazorcas, y la prensa se apresuró a bautizarlas como corn cobs, pero Goldberg no buscaba metáforas rurales: solo una forma que nadie pudiera confundir con otra.

Marina City fue un intento de reconciliación: el lujo del rascacielos con la comodidad del barrio. Funcionó. La gente volvió. El modelo se copió por todo el mundo —en Madrid, en Tokio, en Benidorm—, y cambió la idea de que una ciudad solo podía ser habitable si era horizontal.

Pero, como todo en Chicago, la historia tiene otra capa. Porque el fenómeno al que pretendía enfrentarse el sindicato tenía un nombre más áspero: white flight, la huida de los blancos. Los suburbios eran, en gran parte, una respuesta a la llegada de miles de afroamericanos desde el sur rural, tras el fin de la segregación. Marina City, con toda su elegancia, también era una frontera. Un gueto vertical de clase media blanca que permitía seguir viviendo “en la ciudad” sin tener que compartirla.

El edificio sigue ahí, brillante, fotogénico, con su silueta de maíz o de ADN. Y, como casi todo en Chicago, resume una paradoja: lo que nace de la solidaridad puede acabar delimitando nuevas formas de separación.

Tres historias, tres inversiones del orden natural: el agua que retrocede, el viento que se domestica, la ciudad que se repliega sobre sí misma para volver a habitarse. Tres maneras de decir que Chicago no acepta los límites sino que los dobla, como un bambú al sol, como un río marcha atrás, como una ciudad que, cada vez que se desmorona, inventa una forma nueva de levantarse.

Porque si hay una idea que resume Chicago es esta: aquí nada fluye en línea recta. Ni los ríos, ni el viento, ni la historia.