Que nadie se me asuste por el título de este texto. Juro que me he pasado un buen rato dándole vueltas hasta que he dado con lo que quería. Aunque haya a quien no le parezca correcto.
Pero, si alguien se molesta con esta palabra, espero que me den una oportunidad para explicarme y seguro que llegamos a un acuerdo. Porque a veces hay que llamar la atención sobre, precisamente, lo que no se debe decir. Y esta es una de esas veces.
Leo en estos días, con una mezcla de alegría y alivio, que el Tribunal Supremo ha confirmado que llamar “maricón” o, lo que es todavía más expresivo, “maricón de mierda”, a alguien es un delito contra la integridad de las personas. Y que la libertad de expresión no ampara ese tipo de conductas que sobrepasan los límites de su recto ejercicio.
Algo que ya veníamos defendiendo desde hace tiempo tanto desde sectores jurídicos como no jurídicos. Y que, además, todo sea dicho, es de puro sentido común.
Cuando tengo oportunidad de dar charlas sobre delitos de odio, siempre hay algo que trato de explicar para que se entienda que estas expresiones no son poca cosa, ni se limitan al ejercicio de la libertad de expresión.
Tal libertad no es ilimitada y, como cualquier otro derecho, su ejercicio tiene su frontera en los derechos de las demás personas. Así, se puede tener libertad de acción, pero esa libertad no ampara que se dé un guantazo al prójimo, lo que resulta indiscutible.
Sin embargo, cuando del uso de la palabra se trata, esa frontera parece que se difumina, y cuesta entender que la agresión verbal dañe los derechos de otra persona, particularmente cuando se usa para discriminar a una persona o colectivo. Algo que choca frontalmente con otro derecho constitucional, el de la igualdad.
Sé que habrá quien esté pensando que la cosa no es para tanto, pero se equivoca. Y de ahí el título de este artículo. He usado deliberadamente el término “mariconadas” porque normalmente se usa para quitar importancia a las cosas, a la vez que se perpetúa un estereotipo discriminatorio.
Y eso no es cosa de broma, desde luego. Ofender y humillar a alguien por razón de su orientación sexual es algo muy grave y el Derecho no puede por menos que reaccionar de un modo claro. Y de eso es de lo que se trata.
¿Estoy exagerando? ¿Acaso me estoy pasando de frenada y yendo de un extremo a otro, como dicen algunos?
Pues lamento decir a quien así lo crea que estoy en condiciones de afirmar que de eso nada. La experiencia me muestra cada día dolorosos ejemplos de agresiones homófobas, de actos de discriminación gravísimos de los que apenas se habla.
Y, lo que es peor, que en una pequeñísima parte se denuncian, porque las estadísticas afirman que más de un 80 por ciento de los delitos de odio no salen a la luz porque sus víctimas callan. Y eso es algo que nos tendríamos que hacer mirar.
¿Por qué una persona que ha sido agredida y humillada por razón de su orientación sexual no acude enseguida a denunciar? ¿Por qué guardan silencio?
Pues, entre otras cosas, porque todavía hay quien cree que exageramos, que no hay que dar importancia a ciertas actitudes y que es mejor dejarlo correr. Lo que viene siendo mirar hacia otro lado, o mantenerse en la dichosa zona de confort.
Pero la vulneración de los derechos humanos nunca debería ser confortable para un estado democrático. La dignidad de la persona y la igualdad son derechos que deberíamos defender con uñas y dientes.
Y de eso es lo que se trata. Porque una sociedad en igualad es mejor para todas las personas. Y eso no es ninguna mariconada. Se entienda como se entienda.