Javier Navarro.
Agustín García Calvo desconfiaba de repetir lo ya dicho. Así cerró su penúltima conferencia en la Fundación Juan March en 1995: “Odio a ser lo que ya está hecho y decir lo que ya está dicho”. Con esa advertencia del filólogo, ensayista, poeta, revolucionario y repudiado —y muchas otras cosas más— en la oreja, el reto de hablar de Sevilla sin caer en la letanía se vuelve cada vez más complicado.
Italo Calvino, amigo frecuente de estos días azules en forma de columna, nos diría que para no caer en ese pozo lo preciso sería no nombrar nunca a Sevilla. Así lo sugirió en “Las ciudades invisibles”, en aquel memorable fragmento en el que Kublai Kan preguntaba a Marco Polo por qué nunca nombraba Venecia, y el mercader respondía que al describir cualquier ciudad, siempre hablaba de la laguna.
Inevitable y desgraciadamente algo parecido nos pasa a muchos de los nacidos aquí: incluso cuando creemos hablar de otro sitio, filtramos el mundo con un patrón sevillano que llevamos dentro, y además, pecamos de repetir su nombre como si no hubiese un mañana, como si alguien no se supiese todavía de dónde somos.
Hace unas semanas una voz desconocida —algún cargo intermedio del Instituto Cervantes— contaba en Radio Nacional que leyendo a Vargas Llosa uno entendía la potencia de las ciudades natales en el imaginario de cualquier escritor.
El peruano apenas tenía recuerdos de Arequipa —la abandonó cuando sólo tenía seis meses— pero leyéndolo pareciese que la llevaba consigo como una casa plegable. Los Vargas-Llosa reconstruían su ciudad natal en cada mudanza en una suerte de manía enfermiza, o de nostalgia mal llevaba. Ninguna otra razón podía explicar la fijación del escritor por una ciudad de la que no podía acordarse: la había aprendido y recorrido en base a los relatos orales y a esa pequeña Arequipa nómada que cabía en un salón alquilado.
La historia del peruano y la de Marco Polo me devuelven a la mesa el nombre de la ciudad que García Calvo no me dejaría pronunciar, pero que me ordena los días y los mapas. Tal vez también rigiese los suyos, con el recuerdo de sus días de profesor en la Hispalense.
Hay escritos varios ensayos y alguna tesis sobre la resonancia de esta urbis de pasado romano y futuro incierto en la obra de otros tantos poetas: para Cernuda era una sustancia verbal pegajosa incluso en la distancia física y sentimental; para Machado ni qué decir tiene con los últimos versos de Collioure y a través de esos apócrifos con los que conversaba, acaso reflejos de sus paseos infantiles por su tierra.
Marguerite Yourcenar, sin ser sevillana, se enamoró literariamente de uno —saltándonos todos los criterios historiográficos, vamos a llamar “sevillano” al emperador Adriano—. En su obra más conocida, las memorias ficcionadas del sobrino de Trajano, resuena Sevilla continuamente, como un acúfeno presente en quebrantos y glorias. Reflexionaba la escritora en una entrevista que tan solo bastarían veinticinco ancianos enlazados para unirnos con el emperador.
Y la idea conmueve: no estamos tan lejos de quienes levantaron casas sobre pilotes ni de los marineros que tomaron el río como carretera. Hablar con los muertos como lo hizo Yourcenar con Adriano, o Cernuda con Rodrigo Caro, o Machado con un apócrifo fallecido llamado exactamente igual que él —¿él mismo desdoblado?— parece un método eficaz para entender nuestro tiempo y aliviarnos alguna herida.
Aunque García Calvo no nos dejase repetir lo ya dicho, y tildara de cursis y aburguesadas estas mismas líneas, sí nos animaba a leer a nuestros muertos —así tituló aquella penúltima conferencia: “Hablar con los muertos: libros y lectura de la Antigüedad clásica”—.
En homenaje al Vargas Llosa, desaparecido en abril de este año, el centro que preside Luis García Montero ha publicado “Diccionario Mario Vargas Llosa. Habitó las palabras”, un recorrido de la A a la Z por su universo, una última conversación imposible con el escritor.
El libro nos recuerda que su mundo estaba regido por una ciudad ausente, por un origen convertido en mito: Arequipa está sin estarlo, como las Venecias calladas de Marco Polo o las Itálicas perdidas de Cernuda. Habitar las palabras como quien vive ciudades; hablar con los muertos como quien se habla a sí mismo; escribirle a Sevilla sin pronunciar su nombre.