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Estamos acostumbrados a escuchar una ristra de adjetivos que valoran decisiones políticas, partidos de fútbol o pases de ópera, aunque todavía no exista una ciencia de lo opinable. No tenemos constancia de una unidad de peso que nos ayude a cuantificar el campo magnético se genera en el Maestranza después de un pregón sensiblón, ni un sistema métrico que nos devuelva la intensidad precisa del olfateo matutino de unos churros, ni siquiera una máquina registradora de los litros de lágrimas derramadas en la última misión de la Esperanza de Triana.
Escribía Juan Sierra en un artículo de 1954 que habría que encargar a algún físico estudiar la fórmula para que Cristo y la Virgen fuesen más fotogénicos entre las ceras y las flores de sus altares, pasos y palios. No hay duda de que en los pliegues de los claveles, en la estructura de sus tallos o en las vetas de los troncos de madera que luego se convirtieron en imágenes procesionales hay un orden geométrico, visible en las motas de polvo más minúsculas o en el conjunto del sistema solar. No era mala idea la del poeta: aplicar la lógica de los astros y el equilibrio de fuerzas para que los perfiles del Cristo de la Expiración luciesen más proporcionados, exprimir el barroco hasta configurar una mecánica de la estética, una fórmula en la que conjugar la primavera sevillana con la entropía universal
Aunque no tengamos esas máquinas de medición ni una teórica físico-química desarrollada para traducir Sevilla —esa cosa tan abstracta— en unidades, existen unas certezas que sin necesidad de kilogramos, kilómetros ni bares —la unidad de presión, no las tabernas— son indiscutibles. Por eso durante siglos se han desarrollado discursos filosóficos, sociológicos, antropológicos, incluso arquitectónicos, para que sin datos contrastados que puedan expresarse en números, sí tengamos a nuestro alcance argumentos tan sólidos y veraces como que ayer la ciudad se inundó y que las piedras pesan.
La apertura al público de la rehabilitación de las antiguas Atarazanas ha avivado un desfile de adjetivos graves, rotundos, disparados sin ningún proceso digestivo que la regurgitación. Frente a eso, el proyecto original de Vázquez Consuegra ha quedado esquinado en algún lugar del pasado, acaso ya clasificado en la sección de anécdotas. Sin instrumentos científicos que nos permitan calificar el acierto o infortunio de los proyectos arquitectónicos, esa primera propuesta seguía exactamente lo que esa disciplina no cuantificable —pero fiable— dice que debe hacer en una intervención contemporánea de un edificio mayor. Sin escenografías de banales, maquillajes historicistas ni ocurrencias efímeras: estructura legible, materiales sobrios, espacios claros y la posibilidad de una adecuada posterior museografía. Demasiados años después de los primeros bocetos de Consuegra, se inaugurará un espacio radicalmente distinto al inicialmente concebido. Lo que separa aquellos croquis de la finalización de los trabajos es la judicialización del proceso de la mano de la Asociación de Defensa del Patrimonio (ADEPA), a la que hoy el Ayuntamiento de Sevilla premia incorporándola a la Comisión Local del Patrimonio. Desconociendo si el “patrimonio” que va en los apellidos de la asociación es histórico o pecuniario, no hace falta ningún artilugio sofisticado para desvelar los intereses reales de los ínclitos defensores de la ciudad: basta estudiar la diversificación del capital de sus benefactores para percatarse de la gran máquina empresarial que aguarda tras esas siglas.
No se cuestiona aquí la legitimidad de esa asociación para opinar, presionar o litigar —la sociedad civil siempre se enriquece con voces críticas— sino su incorporación a un órgano técnico que debe dictaminar con independencia, método y responsabilidad administrativa. Sentar a un grupo de presión en una mesa con poder de decisión en cuestiones determinantes es un ejercicio altamente peligroso. Una puerta abierta a un gazpacho de intereses que nada tienen que ver con la protección, conversación y tutela del patrimonio. La Comisión debe ser un instrumento de garantía que integre perfiles cualificados, solventes, capaces de leer la ciudad contemporánea sin confundir la nostalgia con garantías tan innegociables como el “derecho a la ciudad”, esa herencia que nos quedó del Mayo francés y que hoy se ve amenazado con discursos retrógrados. Un buen proyecto orillado por quienes hoy cogen el bastón de mando: los vericuetos de la historia, las cenizas del 68, el reinado de la pseudociencia de lo opinable.