Leyendo lo que se ha estado comentando sobre Sky Rojo, la nueva serie de los creadores de La casa de papel en Netflix el fin de semana de su estreno, he pensado en la paradoja del gato de Schrödinger. Dependiendo del espectador es revolucionaria o burda; unos dicen que no hay que buscarle una lectura social (porque su único propósito es entretener) y otros alaban que se aproveche una serie de consumo masivo para hacer denuncia de temas importantes.

La narrativa del equipo de la serie durante las entrevistas promocionales subraya ambas vertientes sin que sean excluyentes. Es un paraguas inteligente para aguantar el chaparrón de críticas que sabían que iba a llegar. Y están justificadas. Sky Rojo no es problemática porque use el humor negro y la acción para hablar de un tema tan serio, lo es, porque la cámara se recrea en una mirada hipermasculina para hacer realidad en pantalla las fantasías de los clientes del prostíbulo, a los que a través del diálogo simula criticar. 

Para hablar de la explotación sexual de las mujeres Sky Rojo explota los cuerpos de sus actrices, algo que comienza desde el momento en el que se decide cuál es el vestuario que llevarán las tres protagonistas durante los ocho episodios. Bien podría haber sido uno menos cliché, porque el día que huyen el prostíbulo estaba cerrado por defunción. La lista de este apartado sería demasiado larga para este espacio, pero no hace falta mucho esfuerzo para hacer memoria, porque para clichés los tiene todos, hasta una escena en un lavado de coches.

La violencia contra los cuerpos femeninos no es solo sexual. Y de esta hay de sobra, no solo en los flashbacks, también hay una innecesaria violación en el último episodio, cuyo único objetivo es verbalizar posteriormente una frase de gif que podrían haber dicho en cualquier otro momento. La violencia también es física. En el primer episodio la serie deja claras sus intenciones en la lucha con Romeo, ellas son golpeadas gráficamente, atravesados sus pechos con objetos punzantes, estranguladas con los pies levantados del suelo y, cuando él cae por fin al suelo después de un par de golpes en la cabeza, la sangre que derrama ni siquiera es roja.

El mal gusto en la romantización de la relación entre Coral y Moisés es para darle de comer aparte a la serie, pero peor es el de la cuenta internacional de Netflix en Twitter que celebró la camisa entreabierta que lleva Miguel Ángel Silvestre; qué hay de malo en poner a un proxeneta sexy si aquí solo hemos venido a divertirnos.

Y en la defensa del entretenimiento, algunos han decidido dejar de lado la mirada crítica. Todos tenemos claro que Sky Rojo es ficción y no un documental, es obvio, no hace falta que nos pongamos al nivel básico de los diálogos y las voces en off de la serie. Podemos reconocer que es adictiva y tiene buena factura y también señalar aquello en lo que no acierta. Que sea un producto hecho para el entretenimiento no la exime de que su discurso sea objeto de análisis. 

Con qué eligen los creadores hacer espectáculo y qué normalizamos los espectadores como entretenimiento es parte de eso que llamamos el poder de la televisión. El poder que tiene lo que vemos en pantalla importa siempre, no solo cuando nos conviene para reforzar un discurso. Un director de cine dijo en Twitter que cómo puede ser machista Sky Rojo si las protagonistas son mujeres; que si ellas no sufren no habría serie. El argumento de su defensa hace aguas, pero da en el clavo. Hacer denuncia sobre la trata de personas nunca ha sido el objetivo de Sky Rojo sino un pretexto, y sus creadores están en todo su derecho, la valentía está en reconocerlo.