Por un puñado de megavatios y el beneficio de unos pocos, 100.000 olivos centenarios están a punto de desaparecer bajo el brillo metálico de campos solares que no aparecen en los folletos turísticos de la Junta de Andalucía. Es el nuevo modelo de transición ecológica que se está instaurando en Jaén: más rápido que una adjudicación directa, más opaco que una empresa pantalla y más doloroso que ver morir una finca familiar convertida en terreno baldío. El precio del progreso, le llaman, siempre que lo pague otro.
Rafael Alcalá lleva toda la vida entre olivos y ahora, desde hace unos meses, también entre abogados para denunciar la situación. Es portavoz de la Plataforma Campiña Norte contra las Megaplantas Solares y su historia —la suya y la de otros 150 agricultores de Lopera, Arjona, Arjonilla y Escañuela— es una tragicomedia andaluza con guion a varias manos: capital saudí, promotoras con nombres de novela cutre de espías (Greenalia, FRV Arroyadas), una ley franquista de 1954 y una administración que despacha licencias de expropiación como si fueran sellos de correos.
Las primeras llegaron el 17 de julio de 2024 y, desde entonces, el resto le siguieron como si se tratase de buzoneo electoral. La escena sería casi cómica si no fuera tan dramática: pequeños agricultores, la mayoría con fincas de 3 o 4 hectáreas, reciben notificaciones oficiales informándoles de que sus olivos —algunos con más de un siglo— serán sacrificados para que por allí pase una línea de alta tensión o una placa solar de una empresa privada. A veces no se les expropia el suelo, sino su uso: firman que por allí podrá pasar un cable, y donde pasa el cable, no vuelve a crecer nada. "Te quitan la tierra y encima te plantan una torreta", resume Rafael.
El truco jurídico tiene nombre y fecha: Decreto 2619/1966, basado en la Ley de Expropiación Forzosa de 1954. Esa que permitía tirar abajo una aldea entera para hacer un pantano o una central nuclear. Hoy se usa para instalar placas solares de 49,9 megavatios. Jamás 50. Porque a partir de ahí, el expediente lo asume el Ministerio, que exige una evaluación ambiental real, consulta pública, garantías… Ya saben: papeleo. Mejor que lo gestione la Junta. Tarda la mitad y pregunta menos.
Lo más curioso —o indignante, según el día— es que ninguna de estas plantas supera los 50 megas. Pero son ocho. Ocho parcelas, ocho sociedades distintas, ocho CIFs con 3.500 euros de capital social. En el BOJA, ocho empresas autónomas. En la práctica, un mismo proyecto de una misma promotora. Greenalia y FRV Arroyadas, con capital español y saudí, respectivamente. Un truco de magia empresarial para convertir 964 hectáreas de olivar en un desierto de silicio.
"La administración está expropiando en favor de un tercero privado y lo peor es que la ley lo permite", dice Rafael. Pero, mientras se debate en los tribunales, los tractores ya no entran a labrar y los jornaleros no son llamados. En septiembre pasado, la Unesco retiró la candidatura del Paisaje del Olivar Andaluz como Patrimonio de la Humanidad después de tres años de expediente. En ese momento quedó desprotegido.
El milagro solar
Una hectárea son unos cien olivos. Cada árbol se paga entre 250 y 400 euros, según la tabla. Pero lo que no aparece en ninguna tabla es el jornal que daban cada invierno, ni el aceite que se vendía, ni la red de trabajo que sostenía la comarca. Un agricultor ha recibido 18.000 euros por casi seis hectáreas que le daban entre 30.000 y 40.000 euros al año. Da dinero y da empleo. "Aquí no hablamos sólo de árboles, hablamos de economía real", insiste Rafael.
En Lopera, el proceso rozó el esperpento. Según denuncian los vecinos, muchos propietarios no fueron ni siquiera informados de los proyectos hasta el mismo día de la expropiación. Se enteraron al ver las estacas de obra en sus fincas o al recibir en el buzón un pliego técnico redactado en lenguaje criptográfico. En otros casos, los promotores enviaron trabajadores directamente a arrancar olivos sin haber firmado aún ningún acuerdo ni completado el trámite legal. "Entraron con retroexcavadoras sin avisar a nadie", denuncian desde la plataforma local.

Uno de los olivares, convertido en desierto para plantar una fotovoltaica. Cedido
Las tácticas bordean la coacción: presiones, llamadas insistentes, ofertas "última oportunidad" y amenazas veladas de expropiación. Y cuando eso no basta, expropiación directa en algunos casos. Según los datos recogidos por los propios afectados, en Lopera se negociaron primero acuerdos con un puñado de grandes propietarios y, una vez asegurado el 80% del pastel, se fueron a por los pequeños. El problema es que no eran un puñado, sino 150, "y ahí empezaron las cartas", dice Rafael. No fue un accidente. Fue estrategia.
"Esto lo hacen aquí porque es más barato", resume. El terreno rústico cuesta menos que el industrial y, encima, en Jaén hay más sol. A la ecuación se le conoce como "eficiencia" en los despachos de Sevilla, pero en el campo de Jaén le siguen llamando expolio. Y aún hay quien se sorprende de que haya agricultores cabreados.
El proceso es tan limpio como una aceitera sin lavar. Todo arranca con una declaración de "utilidad pública" otorgada alegremente a un proyecto privado. Basta con que la empresa asegure que el cableado o las torretas son necesarias para transportar energía —lo cual, en efecto, lo son— para que se active una ley que permite quitarte la tierra aunque no quieras venderla. Una ley, insisten desde la plataforma, que se remonta al franquismo y fue pensada para los embalses del INI, no para las inversiones de capital saudí.
Una vez que el proyecto recibe ese sello, comienzan las notificaciones. O deberían, porque muchos agricultores han denunciado que nunca fueron informados correctamente. Algunos se enteraron al ver pegatinas naranjas sobre los olivos. Otros, cuando empezaron a circular retroexcavadoras por caminos rurales sin asfaltar. Las alertas, cuando llegan, van acompañadas de un precio: tantos euros (pocos) por hectárea. Cierre al contado. Si no aceptas, expropiación forzosa. Si aceptas, tampoco ganas mucho: firmas un "derecho de paso" para un cable que, donde pasa, mata la producción. No hay compensación por los años perdidos ni por la pérdida de productividad futura.
En teoría, puedes presentar alegaciones. En la práctica, mejor ve llamando al abogado. La Plataforma Campiña Norte interpuso un contencioso administrativo contra una de las promotoras, sabiendo que las probabilidades de ganar eran escasas. "Pero qué casualidad", cuenta Rafael, "que justo cuando la empresa recibió la notificación del contencioso, empezó a contactar a los propietarios con otras ofertas: ya no para expropiar, sino para arrendar". A cambio de no llevar el caso a fondo, empezaron a proponer alquileres que, aunque bajos, resultaban menos lesivos que la expropiación definitiva.
El movimiento tuvo trampa: los contratos de arrendamiento incluyen una cláusula que permite a la empresa marcharse en cualquier momento, sin indemnización ni obligación de restaurar el terreno. En términos legales: hoy tienes una renta y mañana tienes una ruina.
"Campo de chatarra"
La sensación generalizada entre los afectados es que están ante una operación orquestada, no una suma de casualidades. La fragmentación artificial de los proyectos en plantas de 49,9 megavatios, el límite para que no dependan del Gobierno central. Las empresas clonadas con capital mínimo, las licencias exprés, las expropiaciones selectivas, los cambios de estrategia justo después de las acciones legales, incluso la sorpresiva retirada del Paisaje del Olivar de la UNESCO. Todo huele a plan. Y no precisamente al plan de transición energética justo y participativo que prometen las instituciones europeas.
La administración, dice Rafael, calla o se escuda en la burocracia. Denuncia que el presidente, Juanma Moreno, responde con cartas firmadas y sonrisas neutras, diciendo que las competencias están bien repartidas y que la ley permite lo que se está haciendo. A lo sumo, se abre algún expediente informativo mientras las plataformas ciudadanas no dejan de multiplicarse. Se están empezando a parecer a los olivos: resistentes, viejas y cada vez más numerosas.
Rafael no es un radical. Tiene placas solares en su casa y defiende las renovables. Pero habla de autoconsumo, de transición justa, de no convertir Jaén en el vertedero solar de Europa. "Esto es una plaga", dice. Y cuando lo dice no parece que hable del sol, sino de algo más oscuro. De algo que crece en la sombra de los expedientes, que se extiende con informes de impacto ambiental maquillados y que se alimenta de una mezcla tóxica de inercia política y rentabilidad a corto plazo.
¿Y el futuro? "Todo esto va a quedar en campo de chatarra", responde. Y tiene razón. Los contratos permiten que la empresa se vaya cuando quiera. Ni siquiera necesita avisar. Un día desmontan las placas, se llevan el cobre y dejan tras de sí una estampa parecida a un cementerio industrial. A los olivos ya no los devuelve nadie.
Mientras tanto, los agricultores siguen yendo al campo. No pueden evitarlo. Miran los árboles como quien visita a un familiar enfermo. Saben que los están matando poco a poco, pero también sabe que resistir no siempre es perder. Y que plantar cara, a veces, es más importante que plantar placas.