Sevilla

Ha clasificado su existencia en carpetas como las que utiliza a diario para distribuir los cursos y alumnos a los que da clase. La decisión es meramente estructural, práctica. Ahí están esos episodios ordenados en torno al barrio, a los abuelos, al resto de la familia, a su paso por la cárcel, a las amistades y a su hijo, objetivo principal de todo el asunto. Sergio López Sanz, más conocido con Haze, acaba de publicar Mi vida en la editorial Espasa, y tenía clara una cosa: lo que está impreso en estas 220 páginas es un repaso autobiográfico sin adornos ni engaños. Por eso escogió un título inequívoco y mantiene un orden que luego, en la realidad, se entrelaza caóticamente.

“No quería dar lugar a dudas. Lo que te voy a contar es eso: mi vida. Aparte, metafóricamente, es para mi niño, que es mi vida”, explica desde un banco de Pino Montano, zona de Sevilla en la que reside ahora. Sergio López Sanz, o Haze, se presta a charlar durante unas cuantas horas y en diferentes escenarios de su ciudad por el lanzamiento del libro, pero pone implícitamente algunas condiciones: prefiere ahorrarse el relato de ciertos sucesos o caer en el estereotipo retratándole en sus ajadas calles de juventud. Al cantante y docente de instituto aún le escuecen esas ganas de hurgar en heridas del pasado cada vez que concede entrevistas. Los medios, se queja, suelen destacar capítulos que ocurrieron hace décadas y no mostrar el resto de facetas. Las que de verdad le definen.

Una de esas es la de rapero. Otra, la de profesor de lengua y literatura en un centro de enseñanza secundaria de Coria del Río, a unos kilómetros de la capital andaluza. Y la más importante, la de padre de un niño nacido en plena pandemia y al que le escribe esta carta-libro. En él comienza, como avisábamos, por ese primer archivador mental que es la infancia. En el caso de Haze, se desarrolló en Los Pajaritos, barrio sevillano de esos que se nombran en la televisión y en informes con eufemismos como “desfavorecido”, de “exclusión social” o “vulnerable”.

Entrevista a Haze Sara Fernández

A unas manzanas de la principal estación de tren, encajado entre una avenida de varios carriles y zonas residenciales con estética de extrarradio, este distrito no necesita maquillajes nominativos: con unos 18.000 habitantes hacinados en 8.400 viviendas, es el segundo más pobre de España. La renta media, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), era de 6.042 euros anuales en 2019. En sus inmuebles reina el desconche y por las aceras se adivinan grupos de edades diversas que un miércoles cualquiera comparten litronas en sillas de plástico. Algunas parejas esperan la salida de sus niños en un colegio público donde al cartel lo adornan palabras como “inclusión” y la leyenda de Haze es ubicua: “Claro que sabemos quién es. Él ha hablado mucho del barrio. A veces, demasiado”, comenta uno de estos vecinos.

Y su discografía lo corrobora: Haze ha expuesto en sus rimas y en su prosa los problemas de Los Pajaritos y su cotidianeidad de drogas y desesperanza. “La infancia allí fue bonita porque jugábamos al fútbol, pero difícil porque coincidió con la heroína”, resume quien nació en 1978 y atravesó en esos años de formación el purgatorio de los ochenta, caracterizados por las jeringuillas y los brillos plateados en las aceras. Eso le configuró una identidad afilada y tenaz. “Sigo teniendo el sentimiento de humildad, de haber salido de abajo, de haberlo pasado regular. Siempre he tenido ese espíritu de lucha y, contra todo pronóstico, cuando toca pelear también saco mi lado de barrio”, rememora.

Una plaza del barrio de Los Pajaritos, en Sevilla. Sara Fernández

Se le juntó todo. El carácter indómito afloró al final de la educación obligatoria. Antes, el aún niño Sergio sacaba notables y sobresalientes. Pero una etapa de desconcierto, de batallas familiares por no naufragar económicamente a mitad de mes, le apartaron de ese sendero. “En sexto y séptimo cambié”, apunta, recordando una anécdota escolar que cuenta a menudo: en el aula, su maestro Don Julián le pilló haciéndole una peineta y, en lugar de humillarle delante del resto, le pidió hablar con él solo al terminar. “¿Por qué lo has hecho?”, fue su pregunta. Él masculló lo que pudo, algo así como que pretendía hacerse el gracioso, y no repitió el comportamiento.

“Me dio una lección y al tiempo me puse en contacto con él. No se acordaba de mí, pero nos intercambiamos el número y tenemos una cerveza pendiente”, cuenta con alegría quien no solo ha enderezado esa imagen rebelde, sino que presume de tener una placa con su nombre en aquellos pasillos. Un sitio donde también se produjo esa disociación que ya ha sabido domesticar. En la intimidad de su casa, en el tumulto de la escuela o en los rincones del parque se nutrió de la música que llegaba desde Estados Unidos y la deglutió con la que escuchaba en los altavoces de sus vecinos. De Los Chichos y la rumba a Public Enemy, Run-DMC o N.W.A. “Nos llegaban casetes de Rota y Morón, las bases americanas que están en Andalucía”, detalla.

Un edificio del barrio sevillano de Los Pajaritos. Sara Fernández

El flow del hip hop y los compases de su tierra que galopaban en su cabeza se fundieron definitivamente cuando rotuló cuatro letras en una pared: HAZE. Con ese mote pasó de ser el chaval que flojeaba en los estudios a poner los cimientos del trovador callejero en busca de versos. “Ya había algunos grupos nacionales y empezaba a cuajar ese mundillo del rap, el break dance, el grafiti, los djs…”, afirma. Él se atrevió a mezclar lo que mamaba entre los adoquines y lo que hilvanaba en su cabeza. Juntaba la métrica del free style con el ritmo del palmeo, el argot de los kíes con el inglés del bro. Y creó el rap-flamenco, que ahora denomina “su franquicia”.

Todavía era un pasatiempo. Una válvula de escape a ese entorno del que había terminado impregnándose: Sergio López tonteó con alguna sustancia, priorizaba algún acto delictivo a los blocs de notas y acabó en ese “punto de inflexión” del que evita hablar: la cárcel. Siguiendo sus súplicas del libro, donde pide que se le deje de faltar al respeto por este tema, solo habrá una mención breve, la misma que da él: Haze estuvo 32 días privado de libertad por un malentendido burocrático después de una condena por atraco. Su etapa entre rejas le dejó algunos testimonios indelebles de compañeros de celda y la determinación de no volver a ese umbrío espacio. “A los 22 le vi las orejas al lobo. Decidí cambiar de amistades y alejarme de eso”, sentencia.

Haze, en un mural de su barrio de Sevilla. Sara Fernández

Volvió, eso sí, a las letras. Y se alimentó de lo que veía en las plazuelas. Del tráfico, de la adicción, de la pérdida de colegas… Sus propias experiencias se intercalaban con las que escuchaba. Haze dio voz a esos chavales que el escritor onubense Pablo Gutiérrez califica como niños-musgo, los que crecen solos entre las baldosas. De los que pueblan los descampados, esos páramos que el arquitecto Renzo Piano describe como “desiertos afectivos” y que Manuel Calderón usa como título de su último libro para decir que eran lugares donde muchas generaciones crecieron sin control. “Son un jardín comunitario, sin urbanizar”, señala a EL ESPAÑOL por conversación telefónica.

“Yo era un narrador de lo que veía”, sintetiza Haze, que remarca su distancia con el contenido: “Al haberme criado en la antesala del infierno, en algún momento se me ocurrió ser mala persona, en algún momento lo intenté, pero no valía. Estaba haciendo un papel de forajido en el que no encajaba, porque yo no soy malo y me he rodeado de mucho amor, aunque tuviera mucha mala leche”. Ya se le fundía esa dualidad personal. Firmaba como Haze y grababa canciones con la esperanza de dar el salto. Un brinco que llegó de repente. “El pelotazo fue cuando mi maqueta, que no tenía ni portada, se vendía en el top manta. Estaba al lado de Alejandro Sanz o Bustamante y lo escuchaba alguien que iba en Mercedes y el de un Renault 5 de 1973. Eso hizo que, por ejemplo, Jesús Quintero me entrevistara”, esgrime.

Haze, en un parque de Pino Montano, su barrio de Sevilla. Sara Fernández

Bautizaba el siglo XXI y la fama aumentó con dos colaboraciones en las películas 7 vírgenes, de Alberto Rodríguez, y Yo soy la Juani, de Bigas Luna. En ambas bandas sonoras aparece en cabeza, pautando con estrofas las vicisitudes de la delincuencia o el mundillo del tunning. El papel dentro del gremio, sin embargo, era extraño. “Había cierto sentimiento de pertenencia, porque era mi pasión y tenía un orgullo de formar parte, pero luego vi que esa hermandad, esa comunión y ese código no era igual que en otros países: aquí, unos pocos se habían convertido en caudillos patrios de un movimiento separatista, elitista”, aduce. “Me vi marginado, expulsado”, añade, detallando que el género ya era de por sí minoritario y que encima a él “sus propios integrantes” le rechazan.

“Siempre pasa con las fusiones. A mí me desplazaron: me dijeron que no era de ellos. Yo escuchaba Los Chichos, contaba lo que veía en el barrio. Y aunque sí que tenía relación con otros de la época, como Tote [King], María [La Mala Rodríguez] o Zatu y Óscar [de SFDK], estaba solo, con mi gente. No entraba en ningún núcleo”, lamenta Haze, que a estas alturas ya nos ha guiado por un parque donde saca a su niño, un centro cultural donde los jóvenes se preparan la prueba de acceso a la universidad y él hojea alguna de sus novelas favoritas o el talismán del recorrido: el estadio Benito Villamarín, del Real Betis Balompié. En esta cancha, que han abierto en exclusiva por su amor al club, Sergio ha temblado con las derrotas y ha vibrado con los goles a favor.

Haze, en la biblioteca de un centro cultural de su barrio sevillano. Sara Fernández

El Betis es su pasión. Corre por su sangre al mismo nivel que la música o la escritura. En el césped, por ejemplo, muestra un llavero del escudo que le regaló JP Fernández, un amigo que le acompaña de gira. “Era de su abuelo. Yo no lo podía aceptar, porque esto tiene mucho sentimiento. Pero me lo dio y se me quedó cara de tonto”, dice. En las estancias con la historia del equipo, los trofeos y las camisetas que han lucido a lo largo de los años, Haze escruta cada letrero y posa, suspirando por la tensión de partidos venideros.

Frente a esas vitrinas también recuerda a sus abuelos y a sus padres, en quienes se detienen al principio de Mi vida. Resalta el cariño que le brindaron, pero también cierto hermetismo. “Me dieron mucho amor, pero no me contaron mucho sobre ellos y lo que tuvieron que vivir. Mi abuelo era demasiado serio y yo demasiado inmaduro como para hablar de su época”, reflexiona, habiendo hecho él un ejercicio inverso: en estas memorias habla de estos lazos familiares, de la depresión de su madre o la rectitud del padre, de los amigos que perecen, de sus coqueteos con sustancias, de cómo conoció a Jéssica, la mujer de su vida. También hace hincapié en su transformación. En lo que le ha llevado a esos titulares escandalosos que remarcan su “viaje” desde el pozo hasta una plaza de funcionario.

Haze, en el estadio Benito Villamarín, del Real Betis. Sara Fernández

“Todo se precipitó en la crisis de 2008. Entonces pensé en la inestabilidad de la música, me arruiné, y me puse a estudiar. Hice el examen para mayores de 25, me saqué una filología y luego un máster con premio”, enumera. En plena pandemia y con su bebé recién parido, se preparó las oposiciones. Y se las sacó a la primera. Desde entonces, compagina su papel de profesor con el de músico. “Mi desdoblamiento entre Sergio y Haze lo noté al inicio de la carrera. Uno contaba cosas del barrio y otro se pasaba el día estudiando. Así que, aunque al principio los confundía, me di cuenta de que podía tener varios roles en la sociedad. Y obviamente, el que más me gusta es el de Sergio López Sanz. Al personaje de Haze lo enciendo y apago cuando subo y bajo del escenario”, ríe.

Abajo, Sergio López suspira al comprobar hasta dónde ha llegado. “A los 20 no sabía qué iba a hacer con mi vida. Ahora no me lo creo. Podría haber tomado otro camino. Ha costado mucho, pero ha merecido la pena. He tenido la clarividencia, también la buena actitud y el cariño que me han dado”, confiesa. A este nivel, el sevillano es un padre que se levanta para ir en coche a su trabajo, que lleva una estampita de Jesús del Gran Poder en el móvil aunque no sea un feligrés –“he ido a misa por mi abuelo, pero ahora tengo conversaciones privadas con Dios, no me hace falta más”- y que no tiene reparos en pedir perdón o en cuidar a sus amigos.

Haze muestra un llavero del Real Betis que le regaló un amigo. Sara Fernández

Arriba, sobre las tablas, es quien luce una camiseta del Betis y anima al público a que coreen estribillos que hablan del talego, de batirse los jureles o de darle a la grifa. Y quien sigue convencido de que inventó un género. “Todavía no se ha hecho justicia con mi franquicia del rap-flamenco, porque es una de las bases de la que salen muchas ramificaciones, como el trap-flamenco, el reguetón-flamenco, el ‘drill’ o el urbano flamenco. Creo que la industria musical me debe un sitio un tanto más privilegiado. Creo que merezco tener mayor reconocimiento. Lo digo sinceramente y no desde el egocentrismo, sino desde el realismo”, concluye.

Haze ve cómo “unos cuantos” transitaron por un paisaje yermo, otros crearon una senda, otros la asfaltaron y ahora la industria ha montado las autopistas y los peajes para lucrarse, sin reconocer a los pioneros. “Pienso que es bueno mirar a los orígenes. Y que hay que volver al basamento de un estilo musical, como ocurre en Francia o EEUU. Tenemos mucho que aprender”, zanja quien ha ido aprendiendo esquivando golpes, fintando al destino y mejorando su estilo con los “trucos” literarios de Góngora o Juan Ramón Jiménez. “Ahora lo que veo en el aula es mucho hastío, mucha desidia”, concede, “me da mucha pena cuando el 80% de alumnos no sabe qué quiere en el futuro”.

Haze, en una de las salas del museo del Real Betis, dentro del estadio. Sara Fernández

Él tampoco lo sabía y ahí está: conmemorando su éxito de hace dos décadas, recibiendo la medalla de oro de la Provincia por parte de la Diputación de Sevilla y descifrando con sus alumnos clásicos como ‘1984’, de George Orwell. Ah, y presentando una biografía que, aun revuelta, embrollada y llena de puntos ciegos, está clasificada por temas, como su organización académica al inicio de cada jornada.