Madrid. 17:00 horas. Se acabó. Aparcamos y buscamos la sombra. “¡Por fin!”. Hace calor, mucho calor. La marquesina, en pleno Paseo del Prado, marca 30 grados. Estamos cansados. Pero, al menos, nos queda un consuelo: terminó nuestra jornada laboral. Durante tres horas, hemos acompañado a un rider (repartidores de comida a domicilio en bicicleta). O, mejor dicho, nos hemos convertido en uno de ellos. Con un resultado, digamos, digno en lo deportivo (30 kilómetros completados), pero no tanto en lo económico: hemos obtenido 28 euros tras realizar seis pedidos. Eso es todo. Hemos cumplido con el horario que nos ha asignado la aplicación de Glovo (empresa de reparto) y ya no podemos, en principio, ganar más. ¿Por qué? Para entenderlo, antes hay que explicar otras muchas cosas… 

Por ejemplo, la dificultad de encontrar a un glover (así los nombra la empresa). En EL ESPAÑOL decidimos buscar a uno para poder ‘suplantarlo’ durante unas horas. ¿Fácil? Para nada. “Muchos no quieren dar la cara por miedo a represalias”, nos avanzan desde la Asociación de Autónomos del gremio. Y, en efecto, así era. ¿Los motivos? Principalmente, dos. El primero, la muerte el pasado sábado de un repartidor nepalí que utilizaba una cuenta subalquilada –lo que ha llevado a la compañía a advertir a sus trabajadores de que hacer eso conlleva multa–. Y la segunda que, a menudo, según reconocen los riders, han penalizado a todos aquellos que han denunciado públicamente –y sin esconderse– su situación en los medios. 

Aún así, finalmente, uno de ellos acepta. Eso sí, con condiciones. En el reportaje, nos exige, no deben aparecer ni su cara ni su nombre; y tampoco nos dejan echar fotos ni mencionar direcciones exactas o entregas concretas (con las cantidades de pago exactas) que lleven a la compañía a identificarlo rápidamente. Eso lo tenemos prohibido. A partir de ahí, lo que queramos. Sus años de experiencia ejerciendo de repartidor “precario” le avalan para explicarnos cómo cualquier ciudadano se puede convertir en glover y, sobre todo, cómo se sobrevive percibiendo de media entre tres y cuatro euros por pedido. Eso lo sabe bien. Por eso, durante tres horas, nos da un curso ‘exprés’ sobre cómo ser repartidor en Madrid (y en bicicleta) mientras nos cuenta su historia (y la de todos). Allá vamos… 

David Palomo pasa tres horas como 'glover'. Jorge Barreno EL ESPAÑOL

14:00 horas: nos hacen pagar la bolsa de reparto

Hemos quedado a las 14:00 horas. Carlos (nombre ficticio) nos recibe en el Paseo del Prado… 

— “¿Te importa si el cámara me echa unas fotos con la bicicleta y la bolsa y empezamos?”

— “No, imposible. Tengo que ir a por un pedido y entregarlo. Si queréis, después...”.

— “Vale, perfecto, empezamos”.

Montar en bicicleta, en Madrid, de primeras, sugiere, como mínimo, respeto. Sobre todo, después de que el pasado sábado, en Barcelona, un camión de la basura atropellara (y matara) a un glover ilegal. A los riders (y a nosotros), sin embargo, no nos queda otra (con independencia de que existan también repartidores en moto). Alquilamos una de BiciMad –aunque ellos jamás lo harían por los costes que supone (unos 100 euros)– y subimos por la calle del Congreso en busca de nuestro primer pedido. Al llegar, la hamburguesa ya está preparada. La cogemos, miramos la dirección y la entregamos en menos de media hora. Nos pagan algo más de tres euros y medio por un recorrido que no llega a los cuatro kilómetros. 

Acabamos de hacer la primera entrega y, al instante, nos cae otro pedido… No hay tregua. Junto a la bicicleta, llevamos la mochila de Glovo, una base para apoyar el móvil y una batería complementaria para recargarlo. “Todo eso nos lo dan –aunque tengamos que pagarlo– cuando ven los papeles que acreditan que estás dado de alta como autónomo y vas a un curso en el que te enseñan cómo tienes que trabajar”, cuenta nuestro anfitrión. Es lo único que necesitan (necesitamos) para realizar nuestro trabajo. Nada más. 

Esa es la razón por la que, al menos en Madrid, la mayoría de los glovers son venezolanos (o extranjeros). “Cuando llegas, es lo más fácil. Al instante, tienes trabajo”, reconocían, en conversación con EL ESPAÑOL, varios riders durante la manifestación del pasado domingo. De hecho, algunos, mientras esperan los papeles, calcan lo hecho por el nepalí fallecido en Barcelona: subalquilan una cuenta y le pagan al dueño real entre el 20% y el 30% de las ganancias –todo, obviamente, en negro–. ¿El objetivo? Sobrevivir. “Es lo que hay”, lamenta Carlos antes de seguir. 

Son las 14:30 pasadas y hacemos la segunda entrega. De nuevo, recorremos la misma distancia (algo más de tres kilómetros) y recibimos un pago similar (de alrededor de 3’5 euros). Al instante, cae otro pedido… 

Aplicación de Glovo.

— ¿No aceptas este?

— No, prefiero cancelarlo. Mira, ¡está muy lejos! Te dan más dinero (unos cinco euros), pero no compensa ir hasta allí porque puedes tardar mucho y recibir una mala valoración.

— ¿Y qué pasa si te dan una mala puntuación?

— Que no te dan trabajo.

Glovo, al ‘contratar’ a alguien, le da 50 puntos en un ranking de repartidores. A partir de ahí, si va cumpliendo con lo establecido (trabaja las horas que le corresponden, obtiene buenas puntuaciones de los clientes y suma entregas), va escalando en esa particular clasificación que le asigna una puntuación de 100 a los mejores. “Esto nos lleva a estar continuamente esclavizados”, se quejan desde la Asociación de Autónomos del gremio. 

La aplicación, en base a esos criterios, asigna más horas de reparto (y mejores) a los riders que más puntuación tienen. Y, por el contrario, penaliza a los que no cumplen con las horas asignadas o no entregan sus pedidos como desea el cliente. Es decir, si un glover tiene que trabajar de 16:00 a 18:00 y tiene que ir al médico, Glovo le quitara puntos por no cumplir con lo establecido. Eso lleva a que en la práctica no sean autónomos, sino ‘falsos’ autónomos, como reclaman –lo que ha llevado a muchos a demandar a la empresa por considerar que su estatus es diferente–. 

A Carlos, por ejemplo, no le han dado horas de trabajo durante varios días de la semana que viene. Pero eso no quiere decir que los vaya a tener libres: estará pendiente de la aplicación para que, si se abren franjas horarias en el calendario, pueda cogérselas y ganar algo de dinero. Esa es su realidad. Por eso, aprovecha las tres horas en las que está con EL ESPAÑOL. Hace su segunda entrega y, al instante, vuelve a coger la bicicleta y se va a hacer la tercera. Esta vez, toca pasta. La recogemos y se la llevamos a su cliente. De nuevo, mismo precio (algo más de tres euros y medio) y misma distancia (algo menos de tres kilómetros y medio). 

Montamos en Glovo para iniciar nuestra jornada laboral. Jorge Barreno EL ESPAÑOL

15:00 horas: las malas puntuaciones les penalizan

Nos hemos perdido. Carlos no puede detenerse. Una mala puntuación lo puede penalizar en el ranking. Por eso sigue. No mira atrás. Pero no nos traiciona. “¡Vete a la Glorieta de Quevedo!”. Y allá que vamos. Por el camino, nos pitan –sobre todo, los taxistas (“los más irrespetuosos”, según los glovers)–, pero, en general, nos respetan. ¿Quién dijo que en Madrid no se pudiera ir a dos ruedas y con manillar? Llegamos a tiempo, lo acompañamos y entregamos el pedido. De nuevo, misma cantidad de dinero (no llega a tres y medio), pero otra distancia (esta vez no hemos llegado a dos kilómetros). 

La gran duda, siempre, una vez hecha la entrega, es obvia: ¿habrá quedado contento el cliente? Es imposible de saber. Antes, la aplicación de Glovo les mostraba a los riders la hora en que se había realizado el pedido –y si iba con demora– y ellos lo aceptaban –arriesgándose a recibir mala puntuación (o no)–. Ahora, ya no pueden ver el tiempo. Es decir, aceptan los repartos sin saber a lo que se exponen. Aun así, continúan (continuamos)…. 

David Palomo se convierte en Glover por un día Jorge Barreno EL ESPAÑOL

Vamos a por la cuarta entrega. Notamos el cansancio. El sol está lejos de emprender la huida. Castiga. Pero, hasta las 17:00 horas, hay que trabajar. No nos queda otra. Ya queda menos. En 20 minutos, recorremos algo menos de dos kilómetros –siempre correctamente, sin saltarnos semáforos ni coger atajos– y hacemos el reparto por menos de tres euros y medio.  

Somos dos. ¡Y gracias! En el 80% de las calles no hay sitio para dejar las bicicletas. “Casi todos llevamos cadenas. Si no, te arriesgas a que te la roben. Hay zonas donde ocurre mucho”, comenta Carlos. Es otro de los peligros de ser glover. ¿Y la Policía? “No suele decirnos nada. Siempre que cumplas...”. ¿Y accidentes? En Madrid centro –zona donde realizamos el reportaje– se pueden dar –pero no más que con otros vehículos–. En total, hay 17.000 riders en toda España y 3.000 en Madrid. Con una certeza: el primer accidente ya se ha producido. 

— ¿Tenéis seguro?

— Sí, pero no tengo claro de cuándo me cubre.

16:00 horas: a por un pedido de cinco euros

¡Por fin, un ‘pelotazo’! Nos queda una hora para terminar –y dos pedidos–. A la aplicación llega uno de algo más de siete kilómetros y ¡¡¡cinco euros!!! Decidimos hacerlo. Cogemos la bicicleta y vamos hacia la zona de Sol. Una buena parte del trayecto la tenemos que hacer a pie –en las zonas peatonales no dejan entrar bicicletas–. En mitad del camino, sorteamos el escenario de la Champions (Tottenham y Liverpool juegan en el Metropolitano el sábado)… 

— ¿Tenéis más lío esos días de partido?

— No te imaginas. ¿Cuándo es la final?

— El sábado, a las nueve.

Entrega del paquete de Glovo.

Esas son las horas que los glovers llaman ‘diamante’ o de alta demanda. Tienen que hacer, al menos, 45 entregas al mes en esa franja para llegar a objetivos. Se corresponden con el horario de las cenas de viernes, sábado y domingo. “El problema es que somos demasiados riders. A veces, puedes estar mucho tiempo y que te llegue un pedido. O dos…”. Pero las tienen que hacer. Están obligados. De lo contrario, les penalizan. Es otra de las razones por las que piden dejar de ser falsos autónomos para convertirse en empleados de la empresa de reparto. Para, en definitiva, tener derecho a vacaciones, paro o descanso; para ser trabajadores. 

— ¿Te toca trabajar, entonces?

— Claro.

Carlos realiza el penúltimo pedido. Lo esperamos cuidando de las bicicletas. ¡Llega la última entrega! No es comida. Le envían a un centro comercial a comprar cigarros. Lleva una tarjeta cedida por la empresa para efectuar el pago. “Me han pedido de todo. A veces, no compensa hacerlo. Una noche, por ejemplo, dos cajas de cerveza. ¡Imagínate llevar eso en la bicicleta! Esas las rechazo”. Esta, sin embargo, la acepta. Es otro ‘pelotazo’. Más de seis kilómetros a razón de algo más de cinco euros. Hacemos ese… y fin. Volvemos al Paseo del Prado. Entregamos el paquete y buscamos sombra. 

— ¿Cuánto nos llevamos?

— Algo más de 28 euros.

— ¿Y ya está?

— Sí, no hay más.

A esto, le tiene que sumar la cuota de autónomo y la gestora. Demasiadas obligaciones para tan poco dinero. De momento, la semana que viene, Carlos no tiene horas asignadas. Es decir, no trabaja. Tendrá que estar ‘esclavizado’ esperando aprovechar algún hueco libre. Son muchos trabajadores "precarios" trabajando con el mismo fin. Y muchos, quejándose. 

— Si las condiciones son tan malas, ¿por qué lo hacéis?

— Porque no tenemos alternativa.

Así de simple. Nos despedimos. Un servidor, por los horarios, por la mala planificación, no ha comido. Pido un McMenú con un helado en el McDonald. Me cobran 10’80. Pongamos que Carlos comprara el mío y el suyo, que gastara 21’60. Le quedarían, tras coger ambos, 6’40. Una miseria. Decididamente, dan ganas de volver a coger la bicicleta… ¿O no?

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