Junio de 1698. En una oscura celda de un convento dominico, un exorcista pregunta al Diablo acerca del maleficio que pesa sobre un hombre enfermo. El demonio responde por boca de tres monjas, que llevan sobre el pecho un papel con los nombres del doliente y de su esposa. Poseídas, contestan a las preguntas del religioso contorsionándose por el suelo: “¡El chocolate!”. 

Según el Maligno, veintitrés años antes la víctima había sido hechizada a través de su bebida favorita, emponzoñada con los miembros de un hombre muerto. “De los sesos, para quitarle el don de gobierno; de las entrañas, para que perdiera la salud; y de los riñones, para corromperle y destruir su virilidad”. El lóbrego convento es el de Nuestra Señora de la Encarnación, en Cangas del Narcea (Asturias). El misterioso enfermo, Carlos II. Rey de España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán, soberano de los Países Bajos y conde de Borgoña.

Esta historia no sólo se la creyó el Rey Hechizado, un hombre débil, enfermizo y medio imbécil debido al extraordinario nivel de consanguineidad de sus padres, sino también su confesor fray Froilán Díaz, el Inquisidor General Tomás de Rocaberti y muchos de los consejeros y asesores reales. Académicos y hombres de estudios sometieron al monarca a unciones de aceite bendito, purgas, vehementes rezos y dietas repulsivas para intentar expulsar la maldición de su cuerpo.

Estaban desesperados por conseguir un heredero de la Casa de Austria y aquel asunto del chocolate maldito les pareció una causa verosímil de la esterilidad del rey. No en vano se creía que aquella exótica bebida de las Indias podía tener extraños efectos sobre la salud y el infortunado Carlos II era adicto a ella desde su infancia.

Sustento de dioses, reyes y soldados

El último de los Austrias padeció probablemente síndrome de Klinefelter, además de epilepsia y un acusado prognatismo que le impedía masticar correctamente. Esta deformación, unida a una debilidad general provocada por diarreas continuas y otras dolencias intestinales, le inclinó a sustentarse de manjares blandos y pócimas medicinales. Estas dos cualidades las reunía un solo alimento que además era nutritivo y vigorizante: el chocolate.

El cacao, fruto del cual se extrae el chocolate, fue conocido por los europeos durante el cuarto viaje de Colón. Hernando, hijo del almirante, vio cómo en la isla hondureña de Guanaja unos indios llevaban “muchas almendras que usan por moneda en la Nueva España... pareció que las estimaban mucho porque […] noté que cayéndose algunas de estas almendras, procuraban todos cogerlas como si se les hubiera caído un ojo”.

Sin saber su nombre, uso o procedencia, los españoles se percataron de que aquellas habas eran bienes preciados y las llamarían “amigadala pecuniaria” (almendra del dinero).

Bodegón con chocolate. Luis Egidio Meléndez. 1770 Mariangela Paone

Fue en 1519 cuando por fin se apreció el verdadero valor de aquellos frutos. En sus cartas al emperador Carlos V, Hernán Cortés cuenta sus impresiones sobre la corte azteca de Moctezuma y cómo allí se sembraba “cacao, que es una fruta como almendras, y tiénenla en tanto, que se trata por moneda en toda la tierra, y con ella se compran todas las cosas necesarias en los mercados y otras partes”. También ponderó el uso alimenticio del cacahuátl (agua de cacao) con el que fue agasajado, informando al monarca de que una sola taza de este brebaje servía para fortalecer a un soldado durante un día entero de marcha.

Bernal Díaz del Castillo, compañero de Cortés en la conquista de México, escribe en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España (1575) cómo en los suntuosos banquetes de Tenochtitlán “traían unas copas de oro fino, con cierta bebida hecha del mismo cacao, que decían que era para tener acceso con mujeres”.

Para los conquistadores el cacao tenía valor como moneda, sustento, estimulante, componente afrodisíaco y manjar vinculado a la clase dominante, regalado a los hombres por la deidad Quetzalcóatl. Con razón el cacao fue descrito como Theobroma (alimento de los dioses) por Carlos Linneo en 1753. Tan sólo faltaba convertir aquella pócima indígena, amarga y picante, en el dulce y más adecuado para el paladar europeo chocolate.

Esto ocurrió a mediados del siglo XVII en Oaxaca (México), utilizando azúcar de caña y especias más afines al Viejo Continente como la canela y el clavo.

La familia real española fue pionera en el consumo y disfrute del chocolate. Carlos V recibió las primeras habas de cacao en 1528 y partir de entonces los virreyes de Indias enviaron directamente a la corte constantes cargamentos de chocolate ya procesado para diluir en agua.

Su precio desorbitado lo convirtió en un manjar exclusivo, propio de nobles y ricos amantes del exotismo. Aficionados al chocolate fueron los sucesivos Felipes II, III y IV. Carlos II fue un verdadero chocoadicto y los Borbones no fueron menos. Carlos III lo tomaba todos los días para desayunar y según su biógrafo “cuando había acabado la espuma, entraba en puntillas con la chocolatera un repostero, y como si viniera a hacer algún contrabando, le llenaba de nuevo la jícara".

El chocolate era signo de exclusividad y ostentación. De la mano de las infantas españolas Ana y María Teresa de Austria, esposas de los monarcas franceses Luis XIII y XIV llegó el chocolate a París y de ahí a otros países europeos.

De manjar real a opio del pueblo

El chocolate a la taza pasó rápidamente a ser la bebida nacional. En esa transformación tuvo un papel relevante la Iglesia y en especial las órdenes cisterciense, franciscana y jesuita. Sus religiosos trajeron de América el secreto de la elaboración del chocolate y lo difundieron primero en España y luego en las colonias de África y Filipinas.

Se discute si el introductor del cacao en la Península Ibérica fue el trapense -acompañante de Hernán Cortés- fray Aguilar, que lo pudo enviar al monasterio de Piedra (Aragón), o el franciscano Pedro de Olmedo, pero está claro que fue alguien con experiencia personal en la Nueva España.

Al comienzo se tomó como medicamento o elixir vigorizante merced a su contenido en teobromina, un alcaloide estimulante del sistema nervioso con un más suave pero efecto más prolongado que el de la cafeína. La teobromina es vasodilatadora y diurética, además de activadora de la función cardíaca. En 1755 se decía que el chocolate a la taza confortaba el estómago y el pecho, mantenía y restablecía el calor natural, alimentaba, disipaba y destruía los humores malignos fortificando el ánimo y la voz.

La belle chocolatière, 1743. Jean-Etienne_Liotard Mariangela Paone

El chocolate del siglo XVII, más fuerte que el de la actualidad, podía provocar una ligera adicción. Juan de Palafox (1600 - 1659), obispo de Burgo de Osma, se privaba de él no por mortificación sino “por ser dueño de mi persona, porque, habituado a él, uno no lo toma cuando quiere, sino cuando lo quiere él”.

El azúcar convirtió el amargo cacao en una golosina y pronto llegaron a España noticias del furor que esta bebida desataba en la sociedad criolla de las Indias. Thomas Gage, fraile dominico inglés educado en España, vivió en América entre 1625 y 1637 y en su obra The English American relata cómo en Chiapas las damas tomaban durante la misa chocolate caliente y dulces, alegando flaqueza de estómago.

El obispo prohibió comer o beber dentro de la catedral, so pena de excomunión. Las mujeres de la ciudad se rebelaron, dejando de asistir a misa, y poco después el obispo enfermó gravemente y murió. Su muerte se achacó a un veneno suministrado en su jícara (del náhuatl xicalli, “vaso”) diaria de chocolate.

En España el chocolate era caro debido a los gastos de importación, pero a pesar de su precio se convirtió en un febril objeto de deseo. Como cualquier otro artículo de lujo, el cacao era anhelado por todos. El incremento del comercio con las colonias fue abriendo poco a poco la puerta a nuevos consumidores. Desde los ambientes nobiliarios la pasión por el chocolate se extendió a toda la sociedad española, pasando a ser identificado con la identidad y las costumbres nacionales.

Un rito social

El chocolate, aparte de su sabor, disfrute y valor nutritivo acarreaba nuevos ritos sociales. El desayuno, hasta entonces despreciado, pasó a ser una de las comidas centrales del día junto a la comida y la cena. La merienda era una segunda oportunidad para degustar en compañía la consabida jícara de cacao, servida de manera similar al británico té de las 5 con distintos dulces y frutas.

En 1644 la locura por el chocolate era tal que en Madrid se prohibió su venta al público, obligando así a hacerlo y beberlo en el decoroso retiro del hogar. Según un manuscrito del Archivo Histórico Nacional en los últimos años de ese siglo se había “introducido de tal manera el chocolate y su golosina, que apenas se hallará calle donde no haya uno, dos y tres puestos donde se labra y vende; y a más de esto no hay confitería, ni tienda de la calle de Postas, y de la calle Mayor y otras, donde no se venda, y solo falta lo haya también en las de aceite y vinagre”.

El bajo precio se conseguía adulterando el producto, e igual que en las drogas de hoy en día, los traficantes y vendedores inventaban nuevos y peligrosos ardides para disminuir la cantidad de cacao presente en las pastillas que se vendían. “Cada día buscan nuevos modos de defraudar en él echando ingredientes que aumentando el peso disminuyen su bondad y aun se hacen muy dañosos a la salud. […] Con una punta de canela y mucho picante de pimienta disimulan el pan rallado, harina de maíz, cortezas de naranjas secas, castañas, cenizas y otras muchas porquerías”.

El antiguo chocolate a la española

Antes de llegar a la bandeja de la merienda, el chocolate había pasado por un largo proceso de transformación. Las habas de cacao primeramente se secaban, tostaban y abrían para quitar las cáscaras. Se tostaban de nuevo y se las despojaba de cualquier tipo de piel. Entonces llegaba el trabajo duro, que consistía en moler las almendras hasta reducirlas a una pasta bajo el efecto de la fricción y del calor.

Hasta principios del siglo XIX esto se hacía manualmente con un metate de piedra y después con molinos mecánicos empujados por animales, vapor o electricidad. La pasta de cacao resultante se mezclaba con igual cantidad de azúcar y gran cantidad de especias como pimienta, canela, clavo o vainilla. Se metía en moldes y se dejaba enfriar, cortándolo después en distintos tamaños y pesos, siendo el más usual la onza (28 gramos), de ahí que éste sea aún el nombre de los trozos de chocolate que forman una tableta.

Anónimo alemán, siglo XVIII Mariangela Paone

Estas pastillas se rallaban en el agua hirviendo de una chocolatera, recipiente metálico con un palo o molinillo incorporado para batir la mezcla. Para que quedara muy espeso, por cada onza de chocolate se medían seis (170 ml) de agua. Quince minutos de reposo y un último batido dejaban el chocolate perfecto y espumoso, listo para servir.

Aunque llevara azúcar, el antiguo chocolate a la taza era mucho más fuerte y especiado que el actual, que suele ser mezclado con leche a la usanza francesa. El chocolate “a la española” era una bebida tan popular y de elaboración tan habitual que no se solía describir ni explicar en recetarios. En su Arte de Repostería de 1755, Juan de la Mata dice que “como el modo de labrarlo es tan común, lo omitiremos como impertinente y sabido. El modo de hacerlo en la chocolatera para tomarlo, se omite también, porque no hay parte o casa, aun en la del más rústico aldeano, que no se sepa”.

Fueron numerosos los viajeros extranjeros que describieron las maravillas del chocolate español. John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, visitó España en 1779, y después de desayunarlo por primera vez anotó en su diario que “sin duda merece la fama que ha adquirido en todo el mundo. No tenía ni la más remota idea de que algo con esa apariencia y ese nombre pudiera ser tan delicioso y saludable”.

El escritor francés Alejandro Dumas viajó por nuestro país en 1846, parando en Tolosa de camino a Madrid. Acompañado de tres amigos, entró en una fonda de la villa guipuzcoana para pedir un chocolate caliente. En su libro De París a Cádiz recuerda la anécdota y el chocolate como “un líquido espeso y negruzco que parecía un brebaje preparado por alguna bruja de Tesalia. En la misma bandeja había cinco vasos de agua pura y una cesta llena de unos objetos desconocidos para nosotros; eran como panecillos blancos y rosas, de forma alargada […] Probamos el chocolate con la punta de los labios temiendo ver desaparecer, como tantas otras cosas, la ilusión del chocolate español nacida en nuestra infancia. Pero esta vez nuestro temor se disipó rápidamente. El chocolate era excelente”.

Los panecillos a los que hace referencia eran los bolados, esponjas o azucarillos rosados que se servían siempre con el chocolate y eran disueltos al final en agua fría para limpiar el paladar de una manera refrescante.

El chocolate moderno

Aunque la pérdida de las posesiones españolas en América y la limitación comercial con ellas provocó una crisis en el sector chocolatero durante el siglo XIX, el chocolate siguió siendo en España la bebida más popular y democrática. Era el chocolate el alimento más común en todo el país, tomado por la mañana y la tarde, con o sin leche, en todas las casas en las que hubiera una lumbre.

No había hogar pobre o rico en el que no se bebiera chocolate a diario, ya fuera de ínfimo nivel y conteniendo gran parte de harina o de calidad superior y degustado en el mismísimo Palacio Real. Alfonso XII era muy afecto a este desayuno español, prefiriéndolo al café y al té. Según el cocinero real José de Castro y Serrano, eran tan aficionado a untar el pan o el bizcocho en él, “que si en alguna comida le sirvieran chocolate en vez de ponche á la romana, lo tomaría distraído sin extrañar la incongruencia”.

La bilbaína María Mestayer, más conocida como la Marquesa de Parabere, cuenta en su Historia de la Gastronomía (Esbozos) que en torno a 1900 su familia compraba un chocolate especialmente confeccionado para ellos en una “tarea” superior hecha únicamente con cacao y azúcar. Estas tareas se vendían en confiterías y tiendas de ultramarinos y coloniales a distintos precios según sus componentes o procedencias, siendo el más apreciado el de Caracas y después los de Soconusco y Guayaquil.

Aunque el oficio de chocolatero seguía siendo en gran parte una labor artesanal, en las grandes ciudades comenzaron a surgir fábricas con maquinaria moderna y capacidad para elaborar grandes cantidades. En 1851 se fundaba en Chocolates Matías López, la primera empresa chocolatera con producción verdaderamente industrial.

anuncio final Mariangela Paone

Matías López, quien escribió varios libros sobre el origen, uso y fabricación del chocolate, fue un empresario pionero en el uso de la publicidad y el marketing. Sus famosos gordos y flacos abrieron la senda a la promoción comercial del chocolate, que empezó a venderse en tabletas envueltas con marcas distinguibles y reclamos de cromos y postales. En esa época nacieron otras empresas emblemáticas del sector como Chocolates Valor, Elgorriaga, Lacasa, Amatller, La Española, Chobil o Nogueroles. Muchas de esas marcas subsisten aún hoy en día, a pesar de que el descenso de ventas de chocolate a lo largo del siglo XX se llevara por delante a la mayoría de las pequeñas marcas de provincias.

En 1920 España seguía siendo el mayor consumidor mundial de cacao, en gran parte procedente de la colonia africana de Fernando Póo. Sin embargo, la Guerra Civil y el posterior racionamiento de alimentos limitaron enormemente la producción de chocolate y el acceso de los fabricantes a las materias primas. Las tabletas adulteradas y los sucedáneos a base de algarroba o castaña mataron el gusto por el chocolate y a pesar de que en los años 50 se restableció su normal fabricación su puesto como bebida de preferencia fue asumido por el café. Hoy en día, el chocolate a la taza es un placer ocasional.

Honoré de Balzac pensaba que el abuso del chocolate fue la razón de la caída del imperio español y del embrutecimiento de su sociedad justo en el momento de su máximo esplendor. Sin embargo, el cacao y el chocolate fueron piezas clave en el sostenimiento físico, económico y moral de los españoles durante siglos; la prueba de que habían conquistado un mundo desconocido y lo habían bebido a su antojo.

Como decía el gastrónomo y escritor Ángel Muro en 1894, “quien dice chocolate dice España. Nuestro país sin chocolate dejaría de ser lo que es”.