Imaginen A Coruña en 1865. Una ciudad que aún no había roto del todo su muralla, una villa marinera de poco más de treinta mil almas. Las carretas crujían sobre los adoquines, el puerto hervía con el olor a pescado, carbón y salitre, y las noches se alumbraban con lámparas de gas que lanzaban sombras más largas que la propia ciudad. La calle Olmos, entonces, era arteria viva: comercio, cafés, tertulias de comerciantes, el rumor de las mareas entrando hasta el corazón del Ensanche que empezaba a despuntar.

Fue allí, en un primer piso justo encima de lo que hoy todos reconocemos como el Astoria, donde nació, el 13 de julio de 1865, un niño que cambiaría su nombre por un seudónimo sacado de antiguos textos herméticos. Su padre, Louis Encausse, químico francés, había recalado en Galicia; su madre, Irène Pérez, gallega de raíz. Nadie en esa madrugada sospechaba que aquel hijo de la humedad atlántica y de la ciencia gala sería conocido en toda Europa como Papus.

La Coruña de entonces era un cruce extraño de modernidad incipiente y superstición marinera. Los médicos recetaban sangrías y pócimas, los marineros cruzaban dedos contra la mala suerte y las mujeres miraban al mar como si fuese un dios caprichoso. En ese caldo de creencias, miedos y ciencia a medio cocer se forjó el niño Encausse.

Cuando apenas tenía cuatro años, la familia partió a París. Allí el niño se haría hombre, médico, esoterista, fundador de órdenes secretas y, según se repite una y otra vez, inventor de la ouija, ese tablero maldito que convirtió las sobremesas en sesiones espiritistas. Allí también se ganaría un lugar en la corte de los zares, con sus viajes a Rusia, con su extraña mezcla de medicina y magia. Se dice que fue maestro de Rasputín, aquel monje salvaje que hipnotizó a Nicolás II y a la zarina Alexandra.

Papus murió en 1916, en plena Gran Guerra, con solo 51 años. Y dicen que el zar sobrevivió apenas 141 días después de su muerte, como si su vida y su destino estuvieran cosidos al corazón del médico nacido en Coruña.

Pero lo esencial está aquí, en esta ciudad. En esa calle Olmos que ahora vemos abarrotada de bares y de ruido, late todavía la huella de aquel nacimiento. En el primer piso sobre el Astoria lloró por primera vez un hombre que caminó entre dos mundos: la ciencia y la magia, la razón y la locura, la vida y la muerte.

Olmos no es solo una calle de copas. Es la cuna secreta del ocultismo europeo. Y A Coruña, sin saberlo, alumbró al hombre que enseñó a abrir portales, a hablar con los espíritus y a mirar de frente a la oscuridad.