El Ensanche de A Coruña no es un barrio cualquiera. Es la primera vez que la ciudad decidió pensar en sí misma como algo más que una lengua de tierra cercada por murallas. Fue allí, en 1869, cuando las piedras de los baluartes de tierra se vinieron abajo y la ciudad se permitió crecer sin corsé, abrir el pecho y mirar a lo lejos. Hasta entonces, todo era una ratonera amurallada, cómoda para la guarnición y la burocracia, pero asfixiante para cualquiera que aspirara a algo más que sobrevivir en el muelle.
El arquitecto Juan de Ciórraga trazó en 1878 un plano cuadriculado, un damero impecable que, en 1885, se convirtió en ley: calles rectas, manzanas regulares, un orden burgués que contrastaba con el laberinto húmedo de la Pescadería y la Ciudad Vieja. La lógica del viento dominando los alineamientos, las alturas de los edificios calculadas con exactitud según el ancho de cada calle, y una idea muy clara: aquí viviría la nueva clase dirigente. No los marineros ni los jornaleros, sino la burguesía comercial, el profesional liberal, el tendero que había hecho fortuna.
El Ensanche fue, en pocas palabras, el barrio de los que querían dejar claro que ya no eran pueblo. Las fachadas modernistas de la Plaza de Lugo, las galerías brillando al sol, las ventanas abriéndose a un mundo nuevo eran un gesto de distinción. Entre 1897 y 1915, A Coruña se miró en el espejo de Barcelona y Bruselas y se dio el lujo de levantar edificios con curvas, flores de hierro, balcones caprichosos y molduras que parecían susurrar: “Aquí manda la estética de la riqueza”.
El Ensanche es el barrio que civilizó la ciudad. No lo digo como elogio romántico, sino como dato de hecho: en sus calles anchas se planificó el comercio estable, la residencia respetable, la vida urbana con café, farmacia, sastrería y despacho. La Plaza de Vigo cerró en los años 30 un proceso que había convertido lo que antes eran huertas y eriales en el epicentro del nuevo poder ciudadano.
Lo que vino después, el segundo Ensanche soñado en 1903 por Pedro Mariño y Emilio Pan de Soraluce, era una ambición todavía mayor: parques, colonias obreras, equipamientos. Pero la realidad se quedó corta. Lo que triunfó fue lo inmediato: las casas racionalistas, las viviendas en damero, la prolongación hacia Cuatro Caminos y Santa Margarita. La gran utopía urbanística se diluyó en el papel, y el Ensanche, con sus plazas, sus calles en ángulo recto y su aire de modernidad, quedó como el verdadero símbolo.
Hoy el Ensanche sigue siendo eso: el lugar donde A Coruña dejó de ser fortaleza para convertirse en ciudad. Allí se levantó la arquitectura que marcó el paso del tiempo, desde los modernistas que aún hacen girar la cabeza al paseante hasta los volúmenes sobrios que anunciaban un mundo funcional y sin adornos.
En el Ensanche se coció la Coruña moderna. Y todo lo demás vino después.