La rutina fue inventada por el mismo genio maléfico que inventó los domingos por la tarde y aconsejó a Sergio Ramos que sacase un single. Alguien que, en apariencia, no quería que fuésemos felices. Aunque con el paso de los años, me he dado cuenta de que en el caso de la rutina, ese genio sabía lo que hacía.
Porque sin rutina, la vida sería un caos. Y acabaríamos desayunando a las cuatro de la tarde una pizza de hace tres días porque nadie nos obligaría a distinguir entre comidas, horas o estaciones.
Por eso, aun con toda su mala fama, la rutina es como ese jarabe horrible que ingieres tapándote la nariz: lo odias, pero te lo tomas porque sabes que al final te funciona. Es un salvavidas con forma de calendario que te avisa de que hoy es miércoles, que tienes reunión a las diez y que por mucho que la ignores, la lavadora no se pone sola. Es la voz seria que te recuerda que solo te quedan dos yogures (a punto de caducar) y que la nevera vacía no entiende de estaciones ni de crisis existenciales.
La rutina te da una excusa para obliga a despegarte las sábanas, a ducharte y a peinarte antes de que el repartidor de Amazon vuelva a encontrarte en pijama. Es quien te pone la alarma y te organiza el día. Y no es que sea emocionante, pero es fiable. Y con la edad, uno aprende que la fiabilidad tiene su atractivo. No lo parece, pero recordar que ya pagaste el seguro del coche porque lo tenías anotado en la agenda, es uno de esos placeres adultos que rivalizan con encontrarse cincuenta euros en un abrigo viejo.
Ahí está el gran plot twist de la vida adulta: un día eres joven y al día siguiente piensas con entusiasmo: “¡qué ganas tenía de volver a la rutina para dormir en mi cama!”.
Hay quien ve la rutina como un manto gris; yo prefiero verla como un fondo neutro, un lienzo discreto que hace que lo extraordinario destaque sobre él. Porque si todos los días fueran vacaciones, las vacaciones dejarían de ser vacaciones; y si todos los días desayunáramos pizza despeinados, acabaríamos soñando con comernos una ensalada en la peluquería (y esto sí que sería preocupante).
Y ojo, que nadie se alarme, que el verano aún no ha entregado las llaves y aunque la mayoría ya ‘hayamos vuelto’, todavía quedan días para sentarnos en una terraza y tomarnos unas cervezas sin remordimientos.
Pero a mí, cuando llega septiembre, me gusta dejarme llevar por la rutina, igual que hago con el GPS del coche cuando viajo: sé que no siempre me va a llevar por la ruta más bonita, pero evitará que me pierda. Porque aunque las carreteras secundarias tengan su encanto, muchas veces, a estas alturas del año, lo que nos apetece necesitamos es llegar rápido a casa, guardar la compra en la nevera y tumbarnos en nuestro sofá.
Al final, aquel genio maléfico no era tan villano: él sabía que sin rutina, acabaríamos tan perdidos como Sergio Ramos fuera de un estadio de fútbol.