No hay en esta ciudad esquina que no cuente secretos, ni piedra que no tenga memoria. Zalaeta, barrio que hoy presume de palmeras, bloques bien alineados y zona azul para aparcar, fue ayer fragor de artillería, sudor de soldados y fragancia de gas y metralla. Lo que es hoy suelo de burgueses y paseantes, fue antaño un territorio ganado al polvo de las botas militares y al hollín de chimeneas industriales.

Dicen que el nombre lo debe a Francisco Antonio de Zalaeta, maestro de obras en el siglo XVIII, quien plantó allí, junto al rugido del mar, un cuartel de artillería, allá por 1763. Nada menos. Y es que A Coruña siempre fue plaza fuerte, tierra de murallas y de pólvora, no se nos olvide. Luego llegó otro cuartel, de caballería, obra de Enrique Manchón y de Ciórraga, como queriendo remachar el espíritu marcial del barrio. Y así, entre disciplina castrense y toque de corneta, empezó la historia de esta manzana que hoy algunos miran con displicencia, creyendo que siempre fue solar de modernos pisos de lujo.

Pero no. Aquí hubo también industria: mataderos, fábricas de gas, talleres de tranvías… Hubo canteras que roían el monte y operarios que salían tiznados de carbón. Zalaeta fue todo eso antes de que se subastaran los terrenos militares en 1988, cuando el Ministerio de Defensa hizo caja y los promotores olieron negocio. Dos cañones, sí, dos, quedaron allí plantados como viejos centinelas de hierro, testigos mudos de la mudanza de los tiempos.

Hoy, al barrio lo cruzan avenidas donde se alzan edificios que parecen bloques de Lego bien apilados. Zalaeta es zona de buenos precios, mercado inmobiliario cotizado y vida tranquila. A un lado, el IES Zalaeta, que ha visto pasar generaciones de alumnos y donde, hace poco, instalaron una stolpersteine, esa piedra diminuta que recuerda a Clemente Juan de la Cruz García, niño expósito y coruñés que terminó sus días en Mauthausen. Porque incluso las calles más apacibles arrastran fantasmas.

Y ahí aparece, como una costura cosida en la trama del barrio, la calle del Hospital. Otra con historia. Su nombre lo debe al Hospital de la Caridad, obra de Teresa Herrera, filántropa donde las haya. Mujer de agallas, de las que no abundan ni en los siglos ni en los días que corren. Fundó aquel hospital en 1791, para socorrer a parturientas pobres, expósitos y gentes sin fortuna. Entre sus paredes lloraron niños, se apagaron fiebres y hasta se fraguó parte de la Expedición Balmis, la que llevó la vacuna de la viruela a América. Ni más ni menos. Isabel Zendal, la enfermera gallega que acompañó a Balmis, caminó seguramente esas mismas losas, con el eco de su toca blanca resonando contra las paredes.

El hospital cerró allá por los años 60. Fue demolido. Donde antes había muros de caridad y rezos, se alza hoy el Instituto Zalaeta. Del viejo edificio, sólo quedó un dintel que terminaría, por esas ironías de la historia, en el Hospital Labaca. A los muertos se los lleva el viento, pero las piedras siempre encuentran otro sitio donde contar sus historias.

Hoy, la calle del Hospital se estira hacia el Paseo Marítimo, con vistas al Atlántico, que brama o susurra según el humor del dios Poseidón. La parte baja tira hacia la playa, hacia el mar y el rumor de las olas. Pero basta con subir unos metros, hacia la parte alta de la calle, tocando ya prácticamente el Campo da Leña, para tropezar con otro capítulo de la memoria coruñesa: el Barrio Rojo, el Papagayo, aquel laberinto de calles estrechas donde durante décadas convivieron prostitución, bares de luces rojas, humo espeso y el eco de pasos furtivos. Lo llamaron también “Barrio Chino”, con su halo de mala fama y de leyenda. Allí el tráfico de drogas se mezclaba con las historias de marineros y las peleas de madrugada. Hubo quien sostuvo que su nombre venía de “papagaios”, cometas que volaban en las fiestas, o quizá de un indiano que pagó sus borracheras con un loro. Camilo José Cela le dedicó renglones feroces, y cronistas más recientes lo recuerdan como un lugar sórdido pero casi familiar, donde la miseria tenía rostro y hasta cierta camaradería. Hoy, todo ha sido barrido por las excavadoras y los proyectos urbanísticos, pero todavía, si uno se detiene y cierra los ojos, podría escuchar risas, gritos y promesas susurradas bajo farolillos rojos.

El barrio ya no huele a pólvora ni a gas, sino a café recién molido de las cafeterías que salpican las esquinas. Los coches rugen sobre el asfalto, y los vecinos caminan sin sospechar que pisan sobre un subsuelo cargado de memoria.

Porque así es Zalaeta: un barrio que guarda, bajo el pulso tranquilo de sus calles, el eco de cañones, la sombra de soldados, el humo de fábricas, los gritos de niños huérfanos, el susurro piadoso de Teresa Herrera, y el delirio apagado de su Barrio Rojo. Un barrio que, como toda Coruña, se empeña en vivir con un pie en el pasado y otro en la modernidad. Y que, si uno cierra los ojos y escucha, sigue contando historias.