El Gurugú no pide permiso ni perdón. Está ahí, bien plantado, en lo alto de una ciudad que a veces prefiere mirar al mar antes que a sus propias laderas. El Gurugú es una cuesta que se sube con las piernas y se recuerda con la memoria. Un barrio de piedra y de palabra, de esos que se agarran a la ciudad como se agarran las madres a los hijos cuando todo tiembla.

Una de sus calles principales, Falperra, toma el nombre del latín falda petra, la “falda de piedra”. Y no hay nombre más justo para este terreno inclinado, duro y noble, que nunca se ofreció fácil. Pero como ocurre tantas veces, la lengua popular —que es sabia y también afilada— empezó a llamarle el Gurugú al barrio entero, con carácter y orgullo. Lo dijeron por primera vez hace más de un siglo, cuando algún vecino, entre fatiga y sorna, comparó estas cuestas con las del famoso monte melillense que ocupaba titulares en los años 1909 y 1921, durante las campañas bélicas en el norte de África. El Monte Gurugú, cerca de Melilla, era un infierno de piedra, trincheras y resistencia. Y la metáfora, con esa precisión espontánea del ingenio popular, prendió.

En 1913 ya aparece en la prensa local: “Se celebrará un banquete benéfico en las lomas del Gurugú, en la Arrabiada”. Y ahí surge una historia más profunda. Porque el nombre el Gurugú no es una anécdota: es un espejo. Surge cuando la ciudad empieza a crecer hacia fuera, hacia los bordes, hacia los márgenes. Y esa zona de ladera, con sus casas humildes y sus vistas impagables, empieza a poblarse al tiempo que la ciudad oficial la mira con distancia.

La calle que cruza la zona se llama, oficialmente, Sinforiano López. Pero pocos recuerdan por qué. En 1908, el Concello le dedicó esa vía a uno de los héroes liberales de A Coruña: un madrileño de nacimiento, pero coruñés de alma y destino. Fue él quien, en 1808, alzó a la ciudad contra las tropas napoleónicas. Reunió a sus amigos, gritó vivas al rey, sacó en procesión su retrato, y fundó la Junta de Armamento y Defensa, semilla de la futura Junta Suprema de Galicia. Por negarse a delatar a sus compañeros de lucha, como Porlier, fue ejecutado en el Campo da Forca, hoy plaza de España. Su nombre sustituyó al anterior: A Rabiada.

A Rabiada. Así se llamaba antes ese lugar, y no por casualidad. Ese era el nombre del antiguo asentamiento judío que había existido allí siglos atrás. Uno de los pocos vestigios del pasado sefardí de A Coruña, antes de que el tiempo, el poder y el miedo borrasen huellas y nombres. En 1937, durante la dictadura, el Concello acordó cambiar el nombre de Sinforiano López por el de Gurugú, pero no llegó a ejecutarse. El papel decía una cosa, pero la memoria del barrio ya había decidido otra.

Y aquí, en este cruce de nombres y capas, de topónimos que hablan como libros abiertos, nació Luísa Villalta. Y eso lo cambia todo. En el número 6 de la calle Vila de Laxe, entre aceras torcidas y paredes humildes, vino al mundo la poeta, la música, la maestra. Y aquí soñó. Y escribió. Y convirtió esta colina en un lugar sagrado para la lengua gallega. Porque cuando alguien así nace en un barrio, ese barrio deja de ser solo geografía. Se convierte en destino.

Por eso cuesta entender que a veces se mire al Gurugú con condescendencia. Que se olvide su pasado, su lucha, su valor simbólico. Esta ladera es mucho más que un barrio: es una lección de historia. Aquí están las capas de la ciudad: el exilio y el regreso, el nombre antiguo y el que lo suplantó, la cultura que brota de la piedra. Gurugú no fue el único exotopónimo que nació de la mezcla entre desprecio y leyenda: en Labañou hubo una Corea, una China, una Japón; en O Ventorrillo, una Katanga. Pero lo que empezó como burla, como etiqueta de periferia, se convirtió con los años en identidad. Porque los barrios también saben defenderse con dignidad.

El Gurugú no presume. No tiene avenidas monumentales ni glorietas con nombres de reyes. Tiene balcones donde se tiende la ropa como se tiende la vida. Tiene portales que aún recuerdan canciones. Tiene escaleras, silencio, tardes largas y una lengua que nunca se quiso rendir.

No hay ciudad completa sin barrios como este. Sin nombres que cuentan. Sin cuestas que enseñan. Sin historia que no necesite brillar para valer. El Gurugú —esa ladera viva— es una de esas llaves que abren lo que A Coruña lleva dentro, aunque muchos prefieran no mirar.

Por eso hay que decirlo con claridad: el Gurugú no necesita ser redimido. Lo que necesita, desde hace mucho tiempo, es ser escuchado. Porque sobre esta piedra, sobre este barrio y sobre esta lengua, se ha escrito —y se seguirá escribiendo— lo mejor de lo que somos.