Tengo la costumbre de escribir en cafeterías. No en una en concreto, sino en varias: las voy rotando como quien rota el colchón, por higiene mental. Me gusta cambiar de escenario, como si el hecho de sentarme en otra silla renovase mi imaginación. Es como la gente que se corta el pelo después de una crisis.
Muchos me preguntan si no me distraigo con tanto barullo y yo siempre respondo lo mismo: el ruido me ayuda a concentrarme. Un murmullo de fondo, el tintineo de las cucharillas, las risas nerviosas de una primera cita desastrosa. Todos esos sonidos se funden en un ruido blanco perfecto y hacen que me abstraiga y me olvide de cualquier universo que no sea el de mi texto. Pero en mi casa, solo se escucha la voz de la tableta de chocolate gritando desde la despensa: ‘Cómeme’. Lamentablemente, yo obedezco.
Sin embargo, hace unos meses, mientras escribía desde una cafetería un artículo titulado ‘Cómo responder con elegancia cuando te llaman por el nombre equivocado’, ocurrió algo que podría eclipsar incluso a la voz del chocolate.
Dos señoras de unos setenta y cinco años, se sentaron en la mesa de al lado. Una de ellas, que tenía un abrigo de visón y pendientes de esmeraldas, soltó, sin anestesia:
—Dice el frutero que me separe de Fernando.
Pedí otro capuchino (con extra de cacao) y cancelé mi jornada laboral. Esto prometía.
Pronto descubrí que la señora se llamaba Adela y que Fernando, su marido, no ganaría el premio a Esposo del Año.
Adela tenía el pelo gris, con la largura justa para taparle las orejas, pero adecuada como para dejar que se asomasen los pendientes de esmeraldas. Supuse que se los habría regalado el tal Fernando en alguna ocasión especial, cuando corrían tiempos mejores para el amor.
—No lo aguanto más,—decía Adela agitando su café con un dramatismo desmedido—se ha vuelto un cascarrabias. En el Camino de Santiago estuvo insoportable ¡Camina lentísimo! Yo hacía cuatro kilómetros en una hora y él no llegaba a tres ¡Parecía un penitente de verdad!
Yo fingía escribir, pero en realidad, estaba entregada a ese nuevo guion.
—Yo pensaba que caminar nos iba a reconciliar, que cambiaría ¡Hasta el Padre Luis intentó hablar con él! Pero nada.
Adela bebió otro sorbo de café, esta vez con más elegancia.
—Y encima fue un auténtico impertinente con Mariví y Leandro cuando vinieron a pasar el fin de semana a nuestra casa ¡Que no les gusta el repollo! Pues venga a ponerles caldo de repollo en cada comida ¡Le daba igual! Hasta que le dije: “son mis invitados y te vas a comportar”.
Su amiga, que hasta entonces había sido una estatua, tomó la palabra:
—Yo hace tiempo que no te veo bien, Adela ¿te has planteado separarte? Nunca es tarde.
—Eso me ha dicho el frutero.
En ese momento, recibí una llamada. Cuando colgué, Adela y su amiga ya se estaban poniendo sus abrigos de pieles. Se reían. Y no sé si Adela se fue con una decisión tomada, pero se la veía más ligera.
Y entonces pensé que, aunque los trapos sucios se lavan en casa, para Adela, su amiga y mi oficina cafetería, eran lo más parecido a ‘casa’ que tenía en ese momento.
Siempre nos venden que la clase, la elegancia y la madurez son sinónimos de silencio; que el saber estar es no contar. Pero al final, da igual tener 20, 35 o 75 años: todas necesitamos de vez en cuando, sentarnos en una cafetería con una amiga y poner a caldo de repollo a Fernando.
Cerré mi cuaderno sin haber terminado mi artículo sobre los nombres equivocados (hay días en los que ser escritora no es redactar, sino estar en el sitio correcto a la hora del café). Y me fui a casa con la certeza de que las buenas cafeterías no son solo las que tienen buen café, sino las que te sirven una historia mejor que la que ibas a contar tú.