18 marzo, 2023 02:56

En 1543 comenzaron los primeros contactos entre japoneses y europeos, cuando comerciantes portugueses establecieron una ruta comercial entre la India y la ciudad nipona de Nagasaki. A bordo de aquellos barcos, pintados de color negro con brea para impermeabilizarlos, viajaban los primeros occidentales que llegaban a Japón, unos navíos similares a los que en la mitología nipona transportaban a unas bestias que surgieron del mar, una especie de demonios mitad peces y mitad lagartos, motivo por el cual comenzaron a llamarlos Barcos Negros (黒船 kurofune).

Casi cuarenta años después de aquel primer contacto, en 1582, a bordo de aquellos “kurofune”, viajaba una de las unidades militares más temidas de todos los tiempos para participar en un enfrentamiento jamás visto hasta aquel momento: tercios españoles enviados por Felipe II a las Islas Filipinas para atajar la plaga de piratas que asolaban aquellas costas. Pero una terrible amenaza se cernía sobre los españoles, ya que no sabían que aquellos piratas eran nada más y nada menos que temibles samuráis japoneses, los legendarios guerreros nipones con fama de invencibles.

Siete barcos y cuarenta veteranos de los tercios fueron los elegidos para enfrentarse a cientos de samuráis en una de las batallas más fabulosas, audaces, extraordinarias e improbables de la historia: la batalla de Cagayán.

La amenaza pirata

Los piratas chinos, japoneses y coreanos llevaban desde el siglo XIII asolando las costas de lo que los españoles habían llamado Filipinas, en honor al entonces príncipe del imperio que había conquistado medio mundo.

España había trazado una ruta que conectaba Manila con Nueva España a través del legendario Galeón de Manila, en la que se transportaban fabulosas riquezas cruzando el Océano Pacífico, convirtiendo a Filipinas en un apetecible lugar en el que piratas y corsarios buscaban de manera habitual jugosos tesoros con los que llenar sus arcas.

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Pese a la toma de Manila en 1571, los ataques piratas eran constantes y los territorios de ultramar no disponían de suficientes hombres para defender sus extensas costas. Una gran flota de corsarios chinos y japoneses había llegado a intentar tomar la capital, siendo rechazados por las escasas tropas españolas disponibles para su defensa.

El Japón feudal del siglo XVI vivía en una época de caos y guerras civiles conocida como "Sengoku". Ante la escasez de recursos, muchos japoneses se vieron obligados a ejercer de piratas para sobrevivir. Además, la casta militar, los samuráis, vagaba sin señor, convirtiéndose en "ronin" y uniéndose a grupos de exiliados chinos y coreanos conocidos como "wakos", piratas que atacaban sin piedad cualquier barco o población cerca de Taiwán y Okinawa.

Armaduras Samurái.

Armaduras Samurái. Wikimedia Commons

Estos piratas, que se desplazaban en barcos tradicionales llamados sampanes, establecieron una colonia en el noroeste de la isla de Luzón, en Filipinas, liderados por un caudillo japonés llamado Tay Fusa. Los ataques eran tan sangrientos y continuos que el gobernador del archipiélago decidió informar al mismísimo rey.

El 16 de junio de 1582, Felipe II recibía una carta del capitán general y gobernador, Gonzalo Ronquillo de Peñalosa, en la que le daba cuenta de la necesidad de combatir a aquellos enormes contingentes de piratas para expulsarlos definitivamente del archipiélago. Asímismo le informaba sobre ellos: “Los japoneses son la gente más belicosa que hay por aquí. Traen artillería, arcabuces, picas y usan armas defensivas de hierro gracias a los portugueses, que se las han mostrado”. Pero ni el rey ni el gobernador sabían que entre aquellos piratas se encontraban unidades militares tan poderosas como los samuráis, hasta que se enfrentaron a ellos.

Felipe II aceptó la petición de Peñalosa y autorizó que siete barcos y cuarenta infantes de marina de los Tercios de la Armada española se pusieran bajo el mando del veterano capitán Juan Pablo de Carrión, un tipo duro sin nada que perder que contaba con 69 años a sus espaldas y que llevaba toda su vida esperando una oportunidad como aquella para alcanzar la gloria, la muerte o ambas.

Juan Pablo de Carrión.

Juan Pablo de Carrión. Wikimedia Commons

La exigua flota estaba compuesta por el navío “San Yusepe”, cinco pequeños bajeles de apoyo y la galera “Capitana”. Una Armada que, entre tripulación y Tercios, no superaban los 500 hombres, que inmediatamente partieron rumbo a Cagayán, al norte de la isla de Luzón, a 600 km de Manila, para buscar a Tay Fusa y expulsarlo de las aguas de Filipinas.

Primer contacto

Antes de llegar a su destino avistaron un gran junco japonés que acababa de arrasar una aldea en la costa, que Carrión decidió interceptar. Sus cañones hicieron estragos en la cubierta de los piratas que, aún en shock, vieron cómo comenzaban a ser abordados con Carrión al frente. Pero los samuráis repelieron el asalto y se convirtieron en atacantes. Los españoles tuvieron que retroceder para defenderse del abordaje, pero Carrión ordenó preparar una barricada defensiva formando a los piqueros delante y a los arcabuceros detrás. Los Tercios demostraron su valentía y habilidad en el cuerpo a cuerpo, haciendo retroceder a los nipones justo cuando llegaba el San Yusepe, que disparó sus cañones contra el barco pirata, haciéndolo hundir.

Los “wakos” decidieron que era el momento de negociar la rendición, pero los españoles se negaron a hacerlo.

Tras reagruparse, la flota española reanudó la travesía rumbo a la desembocadura del río Grande de Cagayán, donde se encontró con los 18 sampanes de la flota pirata de Tay Fusa fondeados en unas fortificaciones levantadas junto a la desembocadura del río, en las que contaba con más de 1.000 hombres. Carrión se dirigió hacia ellos para atraerles a mar abierto lejos de sus posiciones defensivas, donde los potentes cañones españoles fueron hundiendo durante horas a los barcos piratas uno a uno, provocando más de 200 bajas entre ellos, a costa de dejar casi inutilizada la Capitana.

Pero la victoria no estaba completa ya que, para acabar con ellos definitivamente, tendrían que destruir su bastión en tierra. Carrión ordenó desembarcar en un recodo del río, establecer una posición fortificada cerca de las fuerzas enemigas e instalar los cañones de la Capitana, que comenzaron a disparar contra las posiciones piratas.
Los “wakos” decidieron que era el momento de negociar la rendición, pero los españoles se negaron a hacerlo. Tenían que abandonar Luzón sin condiciones antes del amanecer.

Pero con los primeros rayos de sol, un formidable ejército formado por más de 600 samuráis armados con katanas y armaduras de guerra apareció para asaltar la posición española. Pero la vista que encontraron los japoneses no era menos fabulosa: una formación de 40 infantes de marina de los Tercios con sus picas untadas en sebo, para que no pudieran arrebatárselas, junto a varios arcabuceros preparados para disparar. Carrión, conocedor de que se encontraba frente a los legendarios y temibles guerreros samurái, era consciente de que aquella lucha sería una de las más complicadas de toda su larga carrera.

Guerreros samurái a finales del siglo XIX

Guerreros samurái a finales del siglo XIX Wikimedia Commons

Tercios contra samuráis

El primer asalto de los piratas fue un fracaso, pero lo siguieron intentando hasta en tres ocasiones. Una decena de españoles habían caído mientras los japoneses contaban por cientos sus pérdidas. Pero la pólvora se acaba, así que no queda otro remedio que luchar cuerpo a cuerpo. El extraordinario acero toledano contra las legendarias katanas de Seki.

La técnica de los Tercios, perfeccionada durante años, colocaba a los piqueros en primera línea con unos pequeños huecos de separación, entre los que se apostaban el resto de hombres con sus espadas, con las que acababan con cualquiera que sobrepasara la primera línea.

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Los japoneses no tenían espacio para sostener sus temibles katanas con las dos manos, y sus armaduras, a pesar de provocar el terror en sus enemigos, contaban con demasiadas partes del cuerpo expuestas, por lo que, tras cuatro horas de luchas sin cuartel, los de Carrión provocan la retirada de los pocos japoneses que quedaron con vida, que acabarían huyendo a mar abierto a bordo de cualquier madero que flotase.

Los vencedores se hicieron con las armas japonesas que habían quedado en el campo de batalla como botín de guerra, provocando que, durante años, por toda España circularan cientos de katanas, cascos, máscaras y armaduras samuráis vendidas por aquellos soldados que se las habían ganado.

Mapa de Filipinas.

Mapa de Filipinas. Wikimedia Commons

Los españoles sufrieron una veintena de bajas frente a las 800 de los piratas, en el único encuentro de la historia entre samuráis y combatientes occidentales. Aunque la presencia pirata persistió en la zona, tan solo fue de manera residual. A partir de 1590, el imperio español estableció relaciones comerciales pacíficas con Japón, a pesar de que el daimio, el soberano feudal más poderoso del país, Toyotomi Hideyoshi, intentó en reiteradas ocasiones que las Filipinas pagaran tributo a Japón, algo que los españoles siempre impidieron.

España mantuvo el control sobre el archipiélago de las Filipinas hasta 1898 y no volvieron a ser atacados de nuevo por sus vecinos del norte durante 400 años, hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Una vez que la región fue pacificada, Juan Pablo de Carrión fundó, a orillas del río Grande de Cagayán, la ciudad de Nueva Segovia, la actual Lal-lo, levantada en el mismo lugar en que se desarrolló aquella épica batalla que enfrentó a los poderosos Tercios españoles y a los temibles y legendarios guerreros samurái.