4 septiembre, 2022 02:13

El mundo está lleno de mujeres excepcionales de las que nunca hablan los periódicos: pero ésta que hay sentada frente a mí, Ana González (Béjar, 1944) -los cabellos naranja, el vestido de flores, los dos brazos colmados de tatuajes picassianos- es la única que contrajo matrimonio con Federico García Lorca, el gran amor de su vida, el hombre que puso palabras a sus agonías íntimas de niña de la posguerra.

Ocurrió una vez, hace años, mientras ella danzaba feliz, de blanco y con velo como las vírgenes, bajo la mirada mosqueona de los vigilantes de sala del Museo Reina Sofía, y corrió Ana hacia el Guernica para reforzar de símbolo su performance, porque quería casarse con Lorca frente al cuadro emblemático de su amigo del alma, y, además, cantando La Tarara.

Ana fue artista siempre aunque el mundo no lo supiera, aunque el mundo no la escuchase. Esta es la historia incandescente de una chica punki, de una performer colosal, de un animal mitológico atado muy fuerte a la vida con el cordón umbilical del entusiasmo: le queda poco tiempo, dice, y sólo quiere divertirse, hacer el cafre. Entran ganas de preguntarle qué necesita para seguir liándola: aquí la que escribe se presta a ser un partner in crime, como dicen los anglófilos, a ser su Sancho Panza.

Ana junto a la estatua de Lorca en la plaza Santa Ana.

Ana junto a la estatua de Lorca en la plaza Santa Ana. Sara Fernández.

Se había separado ya una vez, Ana, del padre de sus cuatro hijos, que era policía: fueron tres décadas abnegada, parecieron siglos sin ser feliz. “Lo dejé cuando terminamos de pagar el piso”, se ríe. “Pero de eso no quiero hablar, que es muy triste”. Pues no hablamos. “Tuve dos dictadores: cuando se murió Franco me quedó el otro, ¿me entiendes?”. Y claro que entendemos.

La amiga de los gitanos

Ana lleva la carita joven y guapa de Federico dibujada a la vera de la muñeca derecha, donde las venas, donde se acumulan la sangre y el sueño de esta hembra incombustible, descacharrante, genuina. Nunca una víctima, sí una superviviente. Porque Ana fue niña pobre en una familia de diez hermanos y perdió a su madre a causa de un cáncer cuando ella tenía dos años. Por eso siempre se la veía caminando sola y salvaje por la glorieta de Embajadores, allá donde entonces montaban verbenas y cacharritos para los que ella nunca tenía dinero.

"Ana lleva la carita joven y guapa de Federico tatuada a la vera de la muñeca derecha"

“Yo esquivaba a muchos pederastas porque siempre estaba sola. Pedía dinero para subirme en los cochecitos y había hombres que me decían que me lo darían si me dejaba tocar, pero no les dejé nunca. Es que vaya hijos de puta”, chasquea. “Hay muchos aún de esos. Muchos”. Del ostracismo y de la soledad infantil la salvaron los gitanos, a los que amó como el propio Lorca. Sus mundos marginales y auténticos eran uno.

“Ellos venían desde el otro lado de las vías y todos les decían ‘fuera, gitanos de mierda’. Yo no decía nada y empezaron a saludarme: ‘Oye, qué paya más simpática’. Me llevaban con ellos a sus chabolas sin ventanas y sus madres me daban pan con pimientos fritos. Todavía me los hago para acordarme. Me querían mucho las mujeres, porque sabían que yo no tenía madre. Recuerdo sus abrazos grandes en sus brazos gordos y olían a sudor y yo sentía el cariño”, cuenta Ana.

El tatuaje de Lorca en el brazo de Ana.

El tatuaje de Lorca en el brazo de Ana. Sara Fernández.

Ahora Ana recuerda a Julita Salmerón, la protagonista del documental Muchos hijos, un mono y un castillo -tan carismática y tan brava-, pero en aquellos tiempos era una mezcla de Oliver Twist, Matilda y la Cenicienta. Era una cría mágica aferrada a la alegría, a la aventurilla del barrio, mascando polvo pero reflotando como el ángel de la transgresión entre tanta mediocridad. Como toda heroína de clase obrera que se precie, Ana tuvo una madrastra pérfida, perversa: empezó siendo su niñera y al final se casó con su padre viudo, como en los cuentos. Le hizo la vida imposible hasta que pudo, tanto que en una ocasión intentó fugarse de casa pero volvió por la noche, consciente, como una chica lista, de que las gamberradas tienen fecha de caducidad.

[Julita Salmerón, la mujer que soñaba con hacer croquetas de Primo de Rivera]

De monja a actriz

“Mi padre era un hombre débil y no se enfrentaba a ella, ni siquiera para defenderme. Hay hombres débiles, ¿sabes? Muchos. Eso lo he aprendido. Mi padre era religioso y yo era hija de María y llevaba la bandera, cantaba siempre ‘Dios te salve, María’. Creo que ahí empecé a ser actriz”, sonríe, pizpireta. “Ahora creo en el universo. Una psicóloga amiga mía dice que soy mística, ¿tú crees, tía? Me gustaría reencarnarme en un caballo. A mí lo que más me ha interesado es la humildad, es lo esencial, sobre todo para los actores”.

Ana iba al cole y hacía novillos. Cantaba el Cara al sol y mangaba bocadillos de sardinas con aceite “por un tubo”. Se encontraba cosas por la calle y se las comía. Tiene muchas vidas, Ana, apretadas en su cuerpo enérgico y claro, valiente y férreo. Una vez se quiso suicidar, pero al final no lo hizo porque le gusta mucho la vida.

"De pequeña quería ser monja y estuve una semana sin beber agua como promesa a Dios para que Fidel Castro dejase de ser un demonio" 

En otra ocasión estuvo a punto de meterse a monja, en una época en la que estuvo interna. “Se me pasó, porque soy una bruta. Yo no podía ser monja, estaba siempre haciendo promesas. Entré allí porque iba a ayudar a la monja de la portería y llegó una mujer cubana con sus dos hijos contando que Fidel Castro era un demonio, que los había echado del país, que no tenían dinero… yo tenía 15 años y me lo tomé tan a pecho que estuve una semana sin beber agua, rezando, para convertir a Fidel en Cristo, yo qué sé”.

-¿En Cristo, Ana?

-En lo que fuera. Yo quería purificarle, para que no fuera al infierno, para volverle bueno, que tampoco sé si lo era o no, pero en aquel momento…

-A punto de picar billete para el otro barrio...

-Sí, es que casi me muero. Le hice la promesa a Dios pero no me hizo mucho caso. Nunca me ha hecho mucho caso.

Ana es un cascabel, una performance andante. Se ha pasado la vida jugando a ser surrealista, imprimiéndole a los instantes más anodinos una parte inmensa de juego. En Alcalá de Henares ya es una leyenda: allá protagonizó un monólogo sobre un novio legionario que tuvo -a otro lo dejó porque no fue a buscarla un día que llovía-. Ha estado en todos los cursos de escritura creativa y de teatro habidos y por haber. Tanta era su labia que acabó en la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid) como oyente, porque la colaban sus amigos.

Ana frente al Teatro Español, en la Plaza Santa Ana.

Ana frente al Teatro Español, en la Plaza Santa Ana. Sara Fernández.

“Algunos profesores de escritura me regañan porque le meto finales muy bruscos a mis historias, muy radicales. En un relato, ambientado en la pandemia, cuento que me voy al hospital por Covid y al volver me han okupado la casa. Nadie me ayudaba, así que la quemé. Me han dicho que eso no está muy bien, que es un final muy fuerte, pero la verdad… es lo que yo haría”, se parte. “Yo no sé hablar como mucha gente, ni como mis hijos hablan de bien, porque ellos han podido estudiar mucha gramática. Yo leo mucho, y pinto, pero me gusta más hablar con la gente. Me gusta mirarte a la cara... y también me gusta Hamlet, aunque no tenga tanta cultura”.

Pasión lorquiana

Las nueve puertas de su casa están pintadas al óleo. Sus dominios son un museo, toda ella es un museo andante. En el pasillo de su hogar cuelgan cuadros pintados por ella misma, tan viscerales que a sus nietos les da miedo pasar por ahí. “Siempre avisan a alguien cuando quieren pasar por el pasillo”. Y se troncha. Trabajó el clown. Y la performance. Gastó bromas en TeleMadrid, de las de cámara oculta. Una vez, para una prueba, fingió ser vagabunda en el Retiro y se quedó con la peña. Al acabar y quitarse los ropajes detrás de un árbol, se echó a llorar. Dice que ella no mira el mundo: lo siente como un golpe en el estómago.

Estudió interpretación con Carlos Alcalde -de ‘La que se avecina’, perteneciente a la escuela de José Luis Gómez- y ahí conoció a Lorca. Su pasión la arrolló como una ola loca del verano. Lo recita de memoria.

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.

No duerme nadie.

Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.

Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan

y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas

al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.

-¿Cómo es la vida casada con Lorca?

-¡Me encanta! Ay, es muy bueno. Hago lo que me da la gana, me deja libertad total -ríe-. No sé por qué le quiero tanto, es que me gusta mucho todo lo que dice. Le han hecho muchas cosas, han sido muy injustos con él, y te lo digo yo ahora que soy ya apolítica, porque estoy viendo tantas tonterías… ¿sabes quién me gustaba? Julio Anguita. ¿Dónde hay otra persona así?

-Háblame del día de vuestra boda.

-Vino a verme toda mi familia. Yo empecé a recitar sus poemas y un guarda de seguridad me dijo “señora, usted no puede hacer esto, hay que pedir permiso”. Y yo me hice la tonta y la loca, qué más me daba a mí: “Oiga, yo no tengo la culpa de que toda esta gente me siga, yo no le conozco de nada. Yo he venido a casarme con Lorca y voy para la segunda planta a ver a Picasso, que era su amigo, por lo tanto, lo siento mucho”. La gente me felicitaba. Una señora mayor me dijo que cómo me iba a casar con Lorca, si era gay. “¿Y qué pasa? ¿Por eso no puede ser mi amante o qué?”, le dije. La señora se quedó así… hay que provocar.

Los brazos de Ana.

Los brazos de Ana. Sara Fernández.

La luna vino a la fragua

con su polisón de nardos.

El niño la mira mira.

El niño la está mirando.

En el aire conmovido

mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura,

sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos,

harían con tu corazón

collares y anillos blancos.

Ana vestida de novia en el Reina Sofía.

Ana vestida de novia en el Reina Sofía. Cedida.

-¿Qué hacías tú el día que murió Franco, Ana?

-Pues estaba con mis hijos, como siempre, cuidándoles. Yo vi pasar unos tanques… mi ex, claro, era policía en la comisaría. Yo me alegré muchísimo de que muriera, la verdad, porque era una dictadura. Pero no sé si me influyó tanto, porque yo seguí estando por debajo.

-¿No notaste un cambio de rol como mujer en la sociedad?

-No, porque mi ex seguía llevando las cuentas del banco y sólo me daba dinero para ir al mercado. Yo no tenía voz ni voto. Todo lo que me ha divertido lo he hecho después: todas mis obras, mis performances, mis tatuajes, mis lámparas de Tiffanys… a todas mis amigas les regalo alguna obra mía, a ver si así me hago inmortal. Y a las del gimnasio, que están muy contentas. Si vienes a casa te regalo también algo a ti. Ahora tengo libertad. Podía haberme echado otro novio, pero sólo quería a Lorca, porque mis amigos gays siempre me han dado la vida, me comprenden de otra manera, he salido mucho con ellos a bailar sin que nadie me molestase.

"Los hombres y las mujeres somos diferentes, ¿no crees, tía? Ellos, al final… van con el pito en medio de la frente" 

-Pues mira que a mí me gustaría que te enamoraras, hija, que te echaras un novio.

-Pero, ¿qué novio? Si no hay ningún hombre para mí, yo ya los he mirado.

-¿Que los has mirado? ¿A todos? Tú eres muy fuerte, Ana.

-Te lo juro. A los hombres de mi edad les interesan las chicas jóvenes. Yo me enamoro mucho, me enamoro de toda la gente a la que admiro. Sin amor no se puede vivir: soy enamoradiza. Los hombres de ahora son un poco menos machistas, eso sí, y las mujeres tenemos más intuición que nunca. Somos diferentes, ¿no crees, tía? Ellos, al final… van con el pito en medio de la frente. Las mujeres no. Tú tienes que verlo en las mujeres viudas: se suelen quedar con sus hijos, miran por los suyos y podrían acostarse con quien quisieran, y a veces lo hacen, pero no se casan otra vez. Un hombre viudo no: siempre se casa. No saben estar solos.

-¿Te dan miedo los hombres?

-Mira, no sé, pero como sea verdad eso de que inyectan… yo te digo una cosa, a mí me violan a alguien de mi familia y les quemo la casa. No me importa matar al que sea, qué más me da a mí que me metan en la cárcel. Me comprenderán las que están allí. Y luego las enseñaría a pintar y daría clases de dibujo. Seguro que me lo paso bien. El médico me dijo que tengo un dedo tan duro que puedo matar a alguien, y yo creo que es verdad. Pero por ahora prefiero estar fuera, porque estoy como loca con mis nietos: los llevo de museos, y a la biblioteca a pintar, y al burguer y a echar la siesta. Luego les doy tiempo libre y después al gimnasio o al parque. Flipan conmigo. Una vez vinieron a mi funeral.

El funeral performático de Ana.

El funeral performático de Ana.

El funeral de Ana.

El funeral de Ana.

-¿Cómo es eso?

-Fue una práctica artística. Una performance de mi muerte. Les invité a comer y les dije “oye, mirad, la abuela va a hacer teatro: me voy a meter en una caja de pino y voy a hacer como que estoy muerta”. Estuve muerta dos horas. Ellos ya se agobiaron un poco. Uno le dijo a su padre: “¿Cuándo va a a salir la abuela de ahí?”. Y yo quieta, quieta, quieta. La caja de pino me la hizo a medida un amigo carpintero. Lo anunciamos por Instagram y vino mucha gente, hasta el enterrador. Mis amigos intentaban hacerme reír pero yo había ensayado una técnica muy buena, que era imaginarme que estaba en un campo de concentración y que me iba a escapar, pero si me reía, me pillaban. Con eso aguanté dos horas. Estaban las mujeres llorándome, las plañideras… y un psiquiatra argentino. Fue increíble.

Ana y Lorca.

Ana y Lorca. Sara Fernández.

-Qué pasada, ¿y cómo fue la resurrección?

-Pues mi profesor echó a la gente y me pidió que saliese yo por la puerta de atrás y que volviese al cuarto donde estaban todos diciendo que había visto a Lorca y que había estado con él. Eso hice, pero nadie me hacía ni puto caso. Y yo desesperada, tocándoles a todos: “¡Ay, ay, que he visto a Lorca y he vuelto…!”. Pero nadie me miraba. Yo no entendía nada. Resultó que el profesor les había pedido que hicieran que no me veían, ¡porque me había muerto!

-A ver si el día que faltes, dios quiera que sea dentro de mucho tiempo, tus nietos van a esperar que te levantes.

-Ahí ya serán mayores, seguro, porque yo ahora no me voy a morir. No lo tengo en mis planes, vaya. Creo que viviré hasta los ochenta y pico, porque tengo muchas cosas que hacer, como escuchar a Queen o a Morente o a Bach o a Camarón. Con Freddy es el único con el que lloro, porque yo no suelo llorar, no me gusta el lagrimeo. Soy una tía dura y por eso salgo de todo. ¿Sabes que ahora me quiero más que nunca? Ya no me van a tomar el pelo. Quiero que me valoren. Hago lo que me da la gana, soy libre por fin. Nadie manda en mí.

"Estoy viviendo ahora mi adolescencia, porque nunca la tuve: pasé de niña a mujer rapidísimo. Ahora soy libre y hago lo que quiero" 

-Tú haces apología de la diversión.

-Sí, es que hemos venido a divertirnos, a estar de cachondeo, a jugar. Estoy viviendo ahora mi adolescencia, porque en su día no tuve. Pasé de niña a mujer rapidísimo. Me obligaron. Ahora no me importa decir lo que pienso, para eso tengo una edad. ¡He madurado! Antes no me quería, no me enseñaron a quererme. Viví toda la vida por los demás.

-Y no te da miedo la muerte.

-Claro que no, porque vivo al día. La gente a la que le da miedo la muerte es porque no vive, pero yo voy a tope. Sólo me muero un ratito al día, en la siesta, porque la siesta se respeta. El resto del tiempo estoy de marcha.

Ana y Federico.

Ana y Federico. Sara Fernández.