Pere Aragonès compareció ayer en el Senado para intervenir en la Comisión General de las Comunidades Autónomas, reservada a los líderes regionales. Al presidente de la Generalitat catalana le honra el gesto, a diferencia de los barones socialistas, cuya ausencia demostró su desprecio por una institución política clave de nuestro país.

Pero no conviene llevarse a engaño. Si Aragonès asistió al Senado no se debe a una expresión de lealtad o de talante institucional. Mucho menos de coraje político. Aragonès vio la oportunidad de atribuirse y de defender, ante su electorado, la amnistía de los golpistas catalanes. Una amnistía que, por otra parte, el presidente no comprende como punto final al procés, sino como paso previo a un referéndum de independencia pactado bilateralmente con el Gobierno.

Aragonès ha demostrado cierta astucia política. Se ha colgado una medalla a ojos de los independentistas catalanes y de Junts, todavía alejado del PSOE y aferrado a la improductiva y delictiva vía unilateral.

Sin embargo, el presidente catalán perdió la ocasión de lucir como un político valiente y respetuoso al abandonar el Senado tras su discurso. Con su salida, Aragonès proyectó su desdén hacia los millones de españoles representados por el resto de presidentes autonómicos, y perdió la oportunidad de ganar más atención mediática en detrimento del prófugo Carles Puigdemont, principal beneficiario de la amnistía negociada.

Con todo, su falta de visión estratégica y altura democrática queda en un segundo plano cuando el principal representante de una institución volcada en la ruptura del Estado es más decoroso, aunque sea por un día, que el partido que gobierna el país. Ninguno de los tres presidentes socialistas (el manchego Emiliano García-Page, el asturiano Adrián Barbón y la navarra María Chivite) quiso asistir a la comisión. 

A nadie se le escapa el motivo: evitar que el PSOE se pronuncie sobre la amnistía, una iniciativa claramente inconstitucional y profundamente impopular.

Sorprende que el mismo presidente del Gobierno que desafió a un debate diario a su adversario en la campaña de julio, convencido de su superioridad dialéctica y argumental, se esconda y esconda a sus barones para no manifestarse sobre el asunto que monopoliza las preocupaciones de los españoles. Es inaceptable también que obligue al CIS a omitir la pregunta sobre la amnistía en sus barómetros mensuales. Pero es más alarmante que triunfe la ley del silencio entre sus barones. Incluso en aquellos que aprovechan cada ocasión mediática para criticar la amnistía.

Los españoles tienen derecho a escuchar los argumentos del PSOE para defender el fin del principio de igualdad entre ellos. Si tan convencidos están de sus virtudes para la democracia, ¿por qué no se suben a la tribuna y lo argumentan? ¿Por qué no afrontan el debate con todas las de ganar ante quienes piensan, de partida, que es una amenaza existencial para el país?

Al final, los ciudadanos no tendrán más remedio que sospechar que Pedro Sánchez sólo utiliza las instituciones democráticas cuando le resultan rentables. El presidente en funciones no tenía reparos en subirse a la tribuna del Senado cuando podía hablar con tiempo ilimitado, frente a un líder de la oposición con el tiempo de respuesta limitado.

Pero ahora no quiere que ningún socialista invierta un minuto en defender el presumible precio de sus acuerdos de investidura. Después de la triple incomparecencia, algún español tendrá la tentación de pensar que, si alguien representó ayer jueves los intereses de Sánchez en el Senado, ese fue Aragonès.