Cuando van a cumplirse cuatro meses del asesinato de Masha Amini, Irán ha ejecutado a otros dos hombres, tras un proceso judicial con nulas garantías legales. Han sido sentenciados a la horca por su participación en las revueltas que se han venido sucediendo en el país desde el asesinato de la joven mártir a manos de la policía iraní.

Son ya cuatro los manifestantes ahorcados desde el inicio de unas protestas (las más duraderas que se recuerdan) que perviven pese a la contundencia de la represión , y que siguen extendiéndose por todo el país. Se calcula que 500 personas han muerto en los tumultos de los últimos meses, y que hay al menos 18.000 detenidos.

El movimiento insurreccional ha ido haciéndose más transversal. El grito de las mujeres que se revolvieron contra el signo de opresión que es el hiyab ha acabado extendiéndose a reivindicaciones políticas y económicas más amplias entre los trabajadores, los estudiantes y los jubilados. Irán vive hoy un levantamiento contra la falta de libertad que es ya un auténtico clamor a favor de un cambio de régimen.

Y todo esto en un momento en el que la teocracia iraní se tambalea y es más vulnerable que nunca. Aunque se ha ejercido una feroz violencia contra los manifestantes, la represión no ha sido tan severa como la empleada en protestas anteriores, y con la cual el régimen de los ayatolás había sido hasta ahora capaz de sofocar las demandas de modernización.

Tampoco tiene precedentes el trémulo reconocimiento por parte del establishment político de los problemas sociales que afectan a Irán. Se está produciendo una división en su seno tras apreciar el fracaso de la fuerza para hacer parar los disturbios. La clerecía gobernante parece estar reculando con tímidas concesiones, como la disposición a desmantelar la "policía de la moral", y el compromiso de estudiar un levantamiento de la obligatoriedad de llevar hiyab.

Pero los iraníes no quieren pequeñas reformas. Las nuevas generaciones, anhelantes de derechos y libertades democráticas, no se conformarán con nada que no sea la renuncia de los ayatolás al poder.

La ejemplar lucha de las mujeres iraníes, que se han despojado y quemado sus velos, ya ha herido considerablemente uno de los pilares culturales sobre los que se asienta el dominio de la República Islámica (la vigilancia totalitaria de un estricto código de vestimenta) y su aplicación integrista de la sharía. Si el velo fue considerado por el fundador de la república, el ayatolá Jomeini, "la bandera de la revolución", desprenderse de ellos podría ser el estandarte simbólico del inicio de la Contrarrevolución islámica.

Pero la liberación del pueblo iraní no podrá consumarse a menos que la comunidad internacional redoble su solidaridad con los manifestantes. Una prestación de apoyo en la que Estados Unidos debe desempeñar un papel clave.

Washington tiene que asumir la imposibilidad de negociar ninguna cuestión en materia de política exterior con un régimen fundamentalista incompatible con los valores democráticos y liberales de Occidente. Por eso, lejos de levantar las sanciones sobre la República Islámica a cambio de acuerdos contra la proliferación de armas nucleares, EEUU no puede más que intensificarlas.

Aislar y apretarle las tuercas a una teocracia que se ha erigido por sus propios méritos en un paria del orden global es impostergable. Baste con recordar que Irán es uno de los principales promotores del terrorismo internacional, que su Guardia Revolucionaria Islámica se ha visto implicada en un complot para asesinar a varios altos cargos de la Administración Trump, y que aventó, mediante la fatwa de Jomeini, el ataque que casi le cuesta la vida a Salman Rushdie. Por no hablar de su funesto apoyo militar a Rusia en la guerra de Ucrania o su inclinación a la injerencia en la política doméstica de sus vecinos.

De poco servirá instar a Irán a detener las atroces ejecuciones de manifestantes, como hicieron ayer la ONU, la Unión Europea o Reino Unido. De la misma forma que, en su día, el respaldo de EEUU a los disidentes polacos propició la antesala del colapso de la Unión Soviética, la ayuda occidental a la oposición a los ayatolás puede contribuir a la caída de la República Islámica. Un apoyo que va desde la imposición de sanciones económicas hasta la suspensión de relaciones diplomáticas con el país persa.

La dictadura yihadista iraní, ya avejentada y renqueante como su líder Jamenei, atraviesa sus horas más críticas. EEUU y Europa tienen en su mano sostener la disidencia hasta que acabe forzando una transición aperturista desde dentro.