La liberación de la jugadora estadounidense de baloncesto Brittney Griner por parte de Rusia es, ante todo, un alivio. Desde su arresto y encarcelamiento en febrero, sostenido sobre una endeble acusación (la posesión de cartuchos de vaporizador con aceite de cannabis), todos los demócratas han vivido con espanto la severidad de un sistema arbitrario, sin garantías legales. Uno donde los intereses geopolíticos del autócrata Vladímir Putin se imponen a cualquier noción elemental de proporcionalidad y justicia.

Parece claro que, en Rusia, no es tan importante por qué se detiene a una persona como para qué. De esta manera, se llega al lado más sombrío del regreso a casa de Griner. Se ha producido a cambio de la entrega de Estados Unidos a Moscú del peligroso traficante de armas Viktor Bout, conocido por el sugerente apodo de 'El mercader de la muerte' y condenado a 25 años de prisión por sus negocios con organizaciones criminales de África, Asia y Latinoamérica.

La operación de intercambio produce, tras el respiro inicial, un sabor incontenible de amargura. Y no sólo por una maniobra injusta que equipara la causa levísima de la estadounidense con los delitos de sangre del soviético.

La cara de la moneda de la decisión de Joe Biden, difícil y honorable, es que el presidente de los Estados Unidos garantiza la libertad de una mujer inocente y acaba con un sufrimiento inaceptable. La cruz es que beneficia al autor de crueldades intolerables y arroja una conclusión incómoda: la vulnerabilidad de un Occidente regido por códigos y principios humanistas de los que sacan provecho regímenes como el de Putin.

No cabe duda de que esta operación tentará al Estado terrorista ruso a repetir una estrategia habitual en las organizaciones con las que comparte adjetivo: tomar como rehenes a ciudadanos occidentales para usarlos como peones políticos. Esta vez ha sido Griner. Pero hay más estadounidenses, como el exmarine Paul Whelan (retenido en Moscú desde 2018), por los que el Kremlin está deseando hacer caja.