Vladímir Putin decidió ayer domingo dar un nuevo salto cualitativo en su guerra contra Occidente, que se ha volcado política, militar y moralmente con la ocupada Ucrania, y abrió un escenario perturbador con posibles resultados devastadores. Lo hizo al ordenar a sus subordinados la activación “en modo especial de servicio de combate” de su armamento nuclear.

No es un aviso cualquiera. Rusia cuenta con el segundo arsenal atómico más poderoso del mundo. El pasado 19 de febrero, durante la jornada de maniobras conjuntas con la república títere de Bielorrusia, hizo alarde de este. Enseñó misiles de última generación y cohetes hipersónicos que, como se jacta el Kremlin, son capaces de sortear con facilidad el escudo antimisiles de la OTAN.

Son pocos los países que cuentan con armamento nuclear. Dentro de la Unión Europea, por ejemplo, sólo Francia. Su función desde la II Guerra Mundial ha consistido en la disuasión de los adversarios, que encuentran argumentos en Hiroshima y Nagasaki para no alterar la paz de los países que lo poseen.

El arsenal nuclear es, a su vez, una herramienta de intimidación altamente eficaz para la desescalada de las acciones de combate. Esto no le es ajeno al exagente de la KGB, que ya advirtió durante la visita del presidente francés a Moscú sobre su disposición a emplearlo. Pero ¿a qué viene la amenaza de Putin a Occidente, ahora, cuando la única acción de combate ha sido el uso brutal de la fuerza rusa contra la población ucraniana?

Frustración

Quizá responda a la frustración ante los resultados de la invasión de Ucrania. Una operación que tenía planificada desde hace meses o años y que pretendía, con un blitzkrieg fulminante, que Kiev cayera rápidamente y sin complicaciones. No ha sido así. A esto se suma la reacción unánime de condena y castigo de la Alianza, y la respuesta poco solidarizada de socios clave para Putin como China o India.

Somos testigos de una resistencia ucraniana que está siendo más brava de lo imaginado. De unas sanciones occidentales que incluyen medidas que parecían impensables hace una semana, y que condenan el futuro económico a corto, medio y largo plazo de Rusia.

Y por qué no mencionar otras consecuencias de la agresión. Como la resurrección de una OTAN que hace tres años estaba “en muerte cerebral”, en palabras de Emmanuel Macron. Como la renovada cohesión de los Veintisiete ante un enemigo que quiere destruir la arquitectura de seguridad nacida tras el colapso de la Unión Soviética. O como el rearme del menguado Ejército de Alemania, que pasará a destinar anualmente más del 2% de su PIB a Defensa.

Mentira

La única lectura posible es la siguiente. Putin emplea la baza atómica como método extorsivo. Traslada a Occidente que, si no hay vía libre en Ucrania, y quién sabe si en otros viejos territorios de la esfera soviética, el precio a asumir será un ataque nuclear. 

El presidente ruso eleva las sanciones aprobadas contra Rusia a la categoría de actos de guerra para que parezca justificado que repose el dedo índice sobre el botón nuclear. Nada importa que no exista ninguna amenaza de la OTAN sobre su país. Tampoco que ningún aliado haya puesto una bota en suelo ucraniano.

Su decisión se sostiene sobre una mentira. Como es habitual en un régimen que asesina y envenena disidentes, encarcela periodistas y manifestantes, y extiende el terror en sus vecinos. Responde, a fin de cuentas, a la misma lógica que defendió la invasión de Ucrania como necesaria para desnazificar un país gobernado por un judío.

La decisión no puede ser más inquietante. Putin pronunció ayer las palabras prohibidas. Si sigue elevando la tensión, y la tensión ya corre el riesgo de desbordarse, el temor a una guerra de dimensiones desconocidas se convertirá en una realidad muy concreta. Putin no sólo es un peligro para Occidente. Lo es para toda la humanidad.