Como la mayoría de ustedes, conocí la historia de la tragedia de los Andes por la película ¡Viven! (1993), que me causó un impacto notable.

Hasta hace unos meses no vi el documental Náufragos en los Andes (2007), que cuenta con los testimonios de los supervivientes del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya. Un relato sobrecogedor de una factura sobresaliente que me volvió a sacudir.

Por ello, la película La sociedad de la nieve, de Juan Antonio Bayona, no me agarró de la pechera, pese a ser la producción más grandiosa sobre este hecho extremo, ya que me pilló en guardia, prevenido.

Imagen de 'La sociedad de la nieve'.

Imagen de 'La sociedad de la nieve'.

Creo que lo más acertado de esta película es que pone el foco en la decisión trascendental que hubieron de tomar los supervivientes durante su agonía para ser eso mismo, supervivientes, y no cadáveres.

Por un rato, Bayona se olvida de los más palomiteros (a los que ya ha contentado con los efectos especiales y toda la parafernalia hollywoodiense), detiene la acción, y se pone intimista para cargar la fuerza del relato en ese dilema moral y religioso que los protagonistas han de resolver.

Y acierta, porque ese es el punto G del relato: el canibalismo.

Fiel al testimonio de los sobrevivientes, La sociedad de la nieve no obvia, sino que explicita, la artimaña a la que recurre uno de los accidentados, seguramente el más inteligente de ellos, para vencer esos escrúpulos, para transgredir ese tabú.

Este da el consentimiento a sus amigos para que en el caso de que fallezca se coman su cuerpo. La mayoría de supervivientes le siguen en este ofrecimiento, y es esta afirmación la que les vale como salvoconducto o justificante moral para alimentarse de los compañeros fallecidos.

Al final, todos terminan por practicar la antropofagia. Aunque los más católicos se resisten más a ello (el pasaje está compuesto por el equipo de rugby Old Christians Club) porque a los escrúpulos socioculturales, morales y al propio asco han de sumar, probablemente el más fuerte de ellos, el religioso.

Para superar esa barrera, algunos se acogen a la eucaristía, que, como saben, es ese sacramento por el que se produce la transustanciación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Canibalismo simbólico, vaya.

Uno de los protagonistas del relato, Numa Turcatti, rescata un versículo bíblico para convencerse de que hace lo correcto: Juan 15:13: "Nadie tiene mayor amor que este: que ponga su vida por sus amigos".

Sin entrar en consideraciones religiosas, más bien legales, otro sobreviviente expresa en la película que quién le va a negar el derecho a sobrevivir a costa de hacer lo que pueda.

Y tiene muchísima razón. ¿Qué clase de imbécil juzgaría (legal, moral o religiosamente) a estos supervivientes precisamente por eso, por hacer lo que estaba en sus manos por mantenerse con vida?

Pese a ello, cuando los rugbistas uruguayos desvelaron sus prácticas caníbales meses después recibieron inicialmente una reacción pública negativa.

¿Acaso preferían cuarenta cadáveres intactos, bien congeladitos, a dieciséis humanos con vida?

Me resulta muy interesante el asunto de los tabús. Algo que aborda con maestría Juan Soto Ivars en el ensayo La casa del ahorcado. Este relato de la tragedia de los Andes, devuelto a la actualidad, vuelve a abrir el debate sobre la aceptación de la antropofagia en casos extremos.

¿Si se queda aislado un grupo de islamistas con una piara de cerdos a su disposición se hubieran muerto de hambre? ¿Y si son unos hinduistas los que sólo tienen a su alcance para alimentarse las vacas sagradas?

¿Acaso el canibalismo no era una práctica común, aceptada, en antiguas sociedades tribales? Bueno, y digo antiguas porque no conocemos aún muchas tribus del Amazonas.

Está muy bien traído el título de la película, La sociedad de la nieve (no es de Bayona, sino del escritor uruguayo Pablo Vierci), ya que eso es precisamente lo que se conforma en el momento que estos protagonistas quedan aislados: una sociedad.

Una sociedad nueva con su jerarquía, sus roles bien repartidos y diferenciados. Y, por supuesto, con sus propias normas y sus límites exclusivos.

Y esto es fundamental. No podemos juzgar con las normas, leyes, creencias y prejuicios de nuestra sociedad los de otra. Nos gusten más o menos, sólo cabe respetarlos.