Hay un extracto del documental Beckham en el que sale Victoria contando que tanto su marido como ella vienen de clase "muy obrera". Entonces el futbolista asoma la carilla por la puerta, como Jack Nicholson en El resplandor, y la pone contra las cuerdas, con mucha gracia: "Sé sincera". Ella se resiste “¡lo estoy siendo!” y él resume el mundo en una pregunta muy pequeña y elocuente: "¿En qué coche te llevaba tu padre al colegio?". La pillada salta con lo típico: no siempre en el mismo, dependió de la época… blablá.

Divertido forcejeo dialéctico. La cantante acaba rindiendo. "En un Rolls-Royce". Él, satisfecho, cierra la puerta, y ella sonríe como la niña traviesa sorprendida en una mentira pero encantada por su propia trastada.

Ambos son encantadores. Con los años, más. 

Los Beckham.

Los Beckham.

Hasta no hace tanto, los ricos tenían dos maneras de ser ricos. La primera era la opulencia, la ostentación propia de la élite más histórica, noble e institucional; peña de sillón empolvado, castillo, joya y helicóptero, riquísima de toda la vida y con intención de seguir siéndolo en nuestra linda cara.

Continuismo. Conservadurismo. Pompa y boato. Gente tan asentada en su casta y en su apellido (orgullosos de su “linaje”, al que llaman “familia” para sonar más sentimentales) que no piensa mover un dedo por fingir que son algo que no son, ¿para qué? Ya saben que apenas son nada más que su dinero. Su dinero les identifica. Mejor: su carácter es su dinero.

Un subtipo perverso dentro de los ricos exuberantes es el nuevo rico, el rico cateto y wannabe (el rico snob que quiere trepar en la jerarquía y pillar solera y prestigio en las fiestas en las que nunca estuvo invitado, en las fiestas en las que siempre se reirán un poco de él, desnortado ante los protocolos). Es un mercenario, un traidor de clase. Un acomplejado. Un escalador. Se olvida y se avergüenza de sus orígenes: ya no le habla a las amigas del pueblo. Éste también peca de sacar demasiado pechito, pero por la razón contraria: los ricos clásicos dicen, con sus excesos, “siempre estuve aquí, ¿me recuerdas?, y los ricos recién estrenados dicen “acabo de llegar, ¿me ves?”.

La segunda manera de ser rico es el silencio. El silencio entre elegante y culpable, digamos. Es el del notas que está forrado pero que elige no restregarte sus privilegios. El parco, el que se abstiene del show. El ‘no ostentador’. El cuidadoso. No miente. Sólo calla o evita las preguntas que podrían ubicarle

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Pero lo que no nos imaginábamos es que íbamos a ver el nacimiento de una tercera y ahora hegemónica manera de ser millonario: el rico que finge que viene de clase obrera, como la auténtica Victoria Beckham. ¡Esto es inédito y era impensable! Nunca antes un rico hubiese querido mancharse la biografía con un pasado precario, vulgar: justamente venir de una “buena familia” (vaya conceptito) era una carta de presentación inigualable. Aunque la gente no te conociera, quería estar contigo, sentía que eras alguien respetable, alguien a quien valorar. Así, de free.

¿Y entonces? ¿Qué ha pasado? Que la reputación (lo “honorable”, lo “loable”) ha cambiado de bando. En este nuevo mundo lo que mola, lo que se premia, no es ya la fortaleza, sino la debilidad. La pena, penita, pena. La aflicción, la bajona. Realmente parece que si te pasa algo malo, si tus condiciones son adversas, eres automáticamente una buena persona, una criatura intachable. La depresión se confunde con la hondura, la pobreza con la integridad.

La víctima es el héroe.

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Victoria Beckham, que es larga, esto lo sabe y lo usa.

En realidad, hay una última vuelta de tuerca aún más perversa. Lo guay de verdad no es ser pobre o ser de clase obrera, sino venir de ahí y dejar de serlo, y, sobre todo, atendiendo una particularidad teatral: tienes que mentar todo el rato tu injusta infancia, hacerte el curtido, el sufrido, el esforzado, citar constantemente “el barrio” y amasar anécdotas conmovedoras que te otorguen humanidad aunque suenen inverosímiles, como de posguerra (“nos bañábamos en una pila”, “mi padre iba al pueblo de al lado al colegio, andando, todos los días, hasta bajo la tormenta, 10 kilómetros...”, “solíamos subirnos a un poyete a ver de puntillas la vida de los ricos”, “jugábamos con lo que caía en nuestras manos… una piedra, un palo, ¡teníamos tanta imaginación!"). Jajá.

Así, aparte de lucir aspiracional, parece que lo tenías todo en contra pero que tu talento y tu esfuerzo te colocaron donde hoy estás. Sólo eso. Sólo eso. Ningún colchón. Ningún apoyo del clan. Nada de cooptación. Nada en absoluto. Ya no te basta con ser rico, sino que encima rascas lo mejor de los dos mundos: los lujos en privado, el respeto del público.

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En última instancia, lo que uno quiere es que no le tomen el pelo. Valoro, como me decía Anna Pacheco a cuenta de su libro Listas, guapas, limpias, “la honestidad del pijo que te cuenta que no paga el alquiler porque sus padres tienen diez casas”. Es muy cierto. Reconocer los privilegios es una forma de respeto. Es no dar la vida por supuesta.

Detesto la competición sonrojante que hoy se estila: la de ver quién es más desgraciado, la de poner a luchar las infancias perras, exagerando, seguro, para dignificar tramposamente al adulto que hoy eres. Es tan ridículo y bajuno ese circo. Parece que no para de excusar la propia insuficiencia. Si demuestras que has tenido un camino espinoso, resulta que te permiten ser lelo, que todo te lo exculpan. Y hay tanta gente a la que le encanta ser tonta…

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Para lo demás, El Coleta y Cecilio G.: “Soy Antonio Alcántara, vengo desde abajo…”.