La fallida investidura de Alberto Núñez Feijóo ha concluido este viernes. Y pese al final anunciado, no han sido jornadas en balde. No, desde luego, para el PP, que necesitaba terapia de grupo para sobreponerse al shock del 23-J.

Tampoco para el bloque del Gobierno, que tiene ahora pistas sólidas del camino que emprenderá Feijóo en los próximos tiempos. El candidato popular lo dijo el viernes en su última intervención: todos han puesto las cartas bocarriba y ya nadie se lleva a engaño sobre las posiciones de cada cual.

Alberto Núñez Feijóo charla  con Aitor esteban y al resto de diputados del PNV al término de la sesión del debate de investidura del pasado miércoles.

Alberto Núñez Feijóo charla con Aitor esteban y al resto de diputados del PNV al término de la sesión del debate de investidura del pasado miércoles. EP

Se clarifica un escenario en el que una de las incógnitas esenciales a despejar era la propia posición del PP más allá de su frente interno. Respecto de sus aliados actuales (Vox), respecto de sus potenciales aliados futuros (PNV y Junts, a los que pareció cortejar antes del debate) y respecto de su estrategia de oposición para la legislatura.

El martes, Feijóo pronunció un discurso correcto, aunque algo anodino y plano, estructurado en compartimentos estancos unidos sin mucha sutileza y transición. Primero, zurra contra la amnistía y el Gobierno. Después, justificación de la investidura porque había ganado las elecciones. Y, por último, propuestas de país, pactos de Estado incluidos.

Costaba encontrar el hilo narrativo de fondo. Lugares comunes sin mucha trascendencia. Y sin demasiada credibilidad cuando ni siquiera ha aceptado renovar el Consejo General del Poder Judicial estando el acuerdo cerrado a falta del momento de anunciarlo.

No estuvo ahí la parte mollar de sus palabras, sino en sus réplicas del miércoles a las intervenciones de los grupos nacionalistas catalanes y vascos, donde se mostró rápido, ingenioso, contundente y, por momentos, brillante.

En las réplicas suele haber más naturalidad, menos peso de lo estudiado y preparado. Es ahí donde suele funcionar aquel consejo que se hizo célebre en El Ala Oeste de la Casa Blanca cuando los asesores del presidente preparaban la campaña de reelección del demócrata Josiah Bartlett (interpretado por otro gallego de origen como Ramón Antonio Gerardo Estévez, a.k.a. Martin Sheen): "Let Bartlet be Bartlet". Me cuesta creer que un Feijóo siendo realmente Feijóo hubiera parido un eslogan central tan pobre y perezoso como "derogar el sanchismo".

Feijóo fue condescendiente con Vox (partido "unitario", según dijo), y hay que comprenderlo. Contaba con sus votos y no era el momento ni el lugar para marcar distancias. No podía permitirse salir del Congreso sin sus 33 votos favorables. Hubo, incluso, guiños en algunas expresiones del discurso relativas al cambio climático, entre otros asuntos.

El partido de Santiago Abascal le parece un incordio, pero un incordio irremediable. Esa es una de las conclusiones definitivas del debate. O, de forma más precisa, lo es durante el tiempo del que dispone Feijóo, que no es indefinido. Ni por edad, ni por las urgencias del PP, que parece mirarse en el espejo del Partido Conservador británico a la hora de juzgar y deglutir a sus líderes. Se exigen resultados, como a los CEO, que también duran cada vez menos.

[Opinión: La estrategia del PP con el PNV tiene un fallo (y no es pequeño)]

Una impresión que se reforzó con el cruce de palabras con Aitor Esteban, portavoz del PNV. Un intercambio ríspido, por momentos sorprendentemente desagradable, que concluyó con el vasco diciendo con sarcasmo que, si Feijóo había ido allí a hacer más, amigos, lo había conseguido. Los puentes parecen rotos pese a los intentos iniciales de Feijóo por virar el transatlántico del PP hacia un futuro entendimiento con los conservadores vascos y, también, catalanes.

Cegada esa vía a corto y medio plazo, Feijóo parece haberse convencido de que su único camino a La Moncloa, a sus 62 años y tras haber fallado en su primer intento, es apostar por una repetición electoral o a una más probable legislatura fallida y corta que derive en un adelanto con un Gobierno desacreditado.

Un tiempo en el que un Vox, con un suelo electoral importante, no habrá desaparecido y que sería, de nuevo, el aliado natural para levantar una mayoría parlamentaria. Feijóo ha analizado y ha hecho cuentas. Como si hubiera asumido que sólo tiene una oportunidad más y hubiera concluido que es mucho más probable culminarla con éxito con Vox que con otras fórmulas que, a buen seguro, le serían más gratas. Consecuencias de no haber dado el salto al liderazgo nacional cuando pudo hacerlo.

Es un escenario realista. Descarnada y tristemente realista cuando se atiende a la última frase de Abascal el pasado viernes, al cerrar su intervención: "El pueblo español tiene el deber y el derecho a defenderse, después no vengan ustedes con lloriqueos". Lenguaje con aroma años treinta, pero también típicamente procesista, cuando se decían las cosas de manera que, al mismo tiempo, se pudiera negar que se estuvieran diciendo para no hacerse cargo de sus consecuencias. Nadie se lleva ya a engaños, aunque cuesta ver a Feijóo siendo Feijóo con estas compañías.