Se habla mucho estas semanas de las broncas que han tenido lugar en el Congreso entre el presidente y el líder de la oposición. O en el Senado entre distintos parlamentarios, donde uno de ellos llegó a retar a otro con uno de los tópicos del hooliganismo menos ingenioso e innovador: "Baja y me lo dices aquí".

El resultado ha sido cierto escándalo público en algunas tertulias y entornos, hasta el punto de que no han sido pocos los opinadores que han hablado de una degradación de la vida pública sin precedentes desde la vuelta de la democracia con la Constitución de 1978.

Durante estos días hemos leído lamentos filtrados de parlamentarios veteranos de distintas fuerzas en los que comparaban el alto voltaje actual con otros momentos del pasado en los que, se infiere, sí había líneas tácitas que no se debían cruzar y no se traspasaron. El caso de las parejas de los líderes parecía latir de fondo en sus reflexiones.

Pedro Sánchez, a su salida del hemiciclo del Congreso de los Diputados.

Pedro Sánchez, a su salida del hemiciclo del Congreso de los Diputados. Javier Lizón EFE

No son momentos reconfortantes, pero hay premisas en el debate difíciles de asumir cuando se tiene algo de memoria. O, cuando no se tiene, pero podemos acudir a las hemerotecas. También hay, por cierto, menciones poco amables a las esposas de distintos presidentes.

En que el tono, la intensidad y el fondo del debate son muchas veces inaceptables, podemos estar casi todos de acuerdo. No tanto en dos aspectos clave: en quiénes son más responsables ni en que la cortesía y el nivel parlamentario fuera tan distinto en otros tiempos.

Sobre esto último, cualquiera que se politizara en la primera legislatura de Zapatero (como es mi caso) puede recordar las barbaridades que se decían un día sí y otro también del presidente del Gobierno, o las pancartas y carteles que se lucían en las manifestaciones multitudinarias contra algunas de sus leyes. Por no hablar del "usted traiciona a los muertos" que le espetó Rajoy.

No lo juzgo (no es el propósito de esta columna), solo lo recuerdo. Porque si de verdad queremos terminar con la polarización y degradación del debate público, lo primero es no abandonarse a la inercia de explicaciones que no son tales.

Creo que en lo extendido de esta percepción opera la influencia política, intelectual y académica de Estados Unidos, donde sí ha habido un quiebre real de la sociedad y donde sí se han traspasado líneas no ya políticas, sino legales, que parecían infranqueables.

Allí han pasado del miedo de los demócratas a contradecir a Bush en su claramente ilegal y arbitraria invasión de Irak, al temor opuesto de mostrar algún mínimo consenso en cualquier asunto menor.

La política (los políticos) siempre ha asumido un peaje inseparable de la naturaleza de la propia actividad del poder: el de ser chivos expiatorios de una realidad en la que siempre habrá insatisfacciones y, por lo tanto, necesidad de culpables. El famoso y siempre de moda "llueve, maldito gobierno", que tan bien popularizaron los italianos al hablar de sus propios dirigentes.

No hay nada nuevo en la política en sí: antes había tanta bronca como ahora. A veces, incluso, más. Alentada por dirigentes que, además, no tenían tanta presión ambiental para impulsarla o participar de ella.

Algo que obliga a mirar hacia otro lugar, además de a la política, a la hora de entender por qué es ahora cuando nos parece haber llegado a un punto de saturación. ¿Son las redes? ¿Los medios de comunicación? No son los únicos responsables, pero el ecosistema en su conjunto propicia el escenario en el que estamos.

Lo cierto es que hay una esfera comunicativa sobre la política que se ha emancipado casi completamente de la realidad de la gestión de fondo. Un escenario al que los políticos se ven obligados a acudir y participar, no porque crean que habla de su realidad cotidiana, sino para poder preservarla y seguir gestionando dosieres que en raras ocasiones serán carne de titular.

Suele decirse que los políticos incentivan la bronca para no gestionar, pero es justo al revés: hay un contexto en el que, o participas, o te quedas fuera de la posibilidad de alcanzar y gestionar el poder. Una gestión que sigue existiendo, pero que no ocupa un lugar central en el debate público, como debería.

Los políticos tienen su responsabilidad. Unos más que otros, claro. Pero no todo, ni siquiera lo más esencial, depende de ellos. Alguna vez he comentado que la era de las redes, los teléfonos inteligentes, las cámaras y la omnipresencia de las imágenes obliga a cualquier persona expuesta públicamente a hacer la transición que hicieron los actores de teatro cuando apareció el cine: del gesto brusco y la voz engolada que debían apreciarse desde la primera fila hasta el gallinero, al matiz de la mirada y el tono de voz suave del intérprete que graba hoy un primer plano rodeado de micrófonos.

Hubo quienes no supieron cambiar un registro por otro, y fracasaron en los nuevos tiempos. Todo parecía sobreactuado y el público les dio la espalda. Fue su responsabilidad, pero no tanto su culpa.