No debe de ser Gabriel Rufián el diputado más feliz del Congreso en estos momentos. Porque ahora que ya se puede hablar catalán en el hemiciclo va a tener que aprenderlo, como Patxi López el euskera y María Jesús Montero el español.

Lo que no sabe Rufián es que su catalán contrahecho se parece más al catalán popular que se ha hablado siempre en Cataluña (un español occitanizado o un occitano españolizado) que a ese idioma artificioso inventado por Pompeu Fabra, un xenófobo al que la cercanía con el español, y me refiero a los ciudadanos españoles y no a la lengua española, le provocaba sepsis en el alma, como a Sabino Arana.

En Cataluña siempre se dijo trupesar y no ensopegar, gorru y no barret, y barcu y no vaixell porque el idioma mayoritario en Cataluña siempre ha sido el español. Pero cuando el catalán dejó de ser una lengua minoritaria para convertirse en lo que es hoy, una señal de estatus de los presentadores de TV3 frente a los espectadores de Antena 3, los rufianes pasaron a ser charnegos para una alta burguesía catalana que tuvo que inventarse a toda prisa un idioma que la diferenciara del servicio. Allí donde nace un lenguaje propio siempre hay una casta atrincherándose en sus privilegios. Y eso vale tanto para los jueces y los políticos como para la burguesía catalana

Otra cosa es que algunos rufianes hayan hecho el cálculo, bien hecho por otro lado, de que les irá mejor como charnego reciclado que como colono resiliente. 

'El instinto del lenguaje', de Steven Pinker.

'El instinto del lenguaje', de Steven Pinker.

A mí me suele entrar la risa cuando alguien dice que el catalán (o cualquier otra lengua, incluida el español) es cultura. Porque ese es el mantra de aquellos que, a falta de producción cultural, léase literatura, música, cine, tiktoks y ciencia, deben atribuirle la condición de cultura a la herramienta con la que se produce esta. Que es como decir que un carboncillo es arte, una trompeta música o un pelador de patatas gastronomía. O sea, quizá sí, pero sólo en una interpretación grotescamente amplia del concepto.

En realidad, las bases del lenguaje son innatas (hay que leer a Steven Pinker también en esto) y el resto, lo que se suele llamar "idioma" o "lengua", es sólo ornamentación folclórica. 

Patrimonio cultural son Serrat, Pla o Dalí y no la lengua en la que se expresaron. Y en cuanto a la utilidad no ya social (que será mayor o menor en función de cuánto imponga la administración regional su uso), sino personal, sólo puedo hablar por mí: el catalán, que llevo hablando toda mi vida, no me ha servido jamás de nada. Literalmente, de nada. Ni profesional, ni intelectual, ni socialmente. Como en el caso de Indiana Jones, cuya desaparición de En busca del arca perdida no cambiaría en nada el final de la película, a pesar de ser el protagonista, mi vida habría sido exactamente la misma sin el catalán. 

Mejor habría hecho yo en invertir el tiempo que tardé en aprenderlo en estudiar chino, árabe o hindi. Por no decir que todas las conversaciones que he mantenido en catalán, todas, las podría haber tenido en español sin que ninguno de los dos interlocutores, yo y el otro, nos perdiéramos nada por el camino. "Eso demuestra que los catalanes dominan ambos idiomas" dirá un nacionalista. No, amigo, eso demuestra que sobra uno.

El catalán es, en el mejor de los casos, un idioma redundante y por mí como si desaparece. Lo mismo pienso del español, que algún día, como le ocurre a todas las lenguas, se desvanecerá frente a otra más dinámica, más útil y más viva. Es lo que le habría ocurrido ya al catalán, y no digamos al euskera o al gallego, si no fuera por las indecentes cantidades de millones invertidas en mantenerlas con respiración artificial y en imponer su uso a los ciudadanos. Y eso sí es malversación de fondos públicos. 

No sé si vale la pena recordar aquí que la multiplicidad de lenguas (la Torre de Babel) es considerada en la Biblia una maldición divina, porque ya nadie le hace caso a la Biblia. Pero sí debo alertar, porque me los conozco, contra esos románticos del agro que dan más valor a las cosas, y entre ellas las lenguas, que a las personas que utilizan esas cosas.

Porque desde ahí se llega raudo a la idea no ya de que algunas cosas tienen derechos, sino a la de que los derechos de las personas son descartables si entran en conflicto con los de las cosas. Y de ahí al nacionalismo, la imposición de una lengua única y los golpes de Estado hay sólo otro paso pequeño, como comprobamos en 2017 con el alzamiento contra la democracia de los nacionalistas catalanes.

Por eso hay que guardarse de los que dicen que las lenguas son cultura, porque lo que están diciendo en realidad, lo sepan ellos o no, es algo bastante más siniestro: que la cultura no la hacen las personas, sino que surge de la tierra como una explosión de gas subterránea, y que las personas que no se identifican con esa tierra, las que no huelen a gas, son prescindibles, cuando no directamente compostables.

Y frente a eso no hay racionalidad que valga. En Cataluña se sigue afirmando que la lengua "propia" (un término que no utilizaría ningún lingüista serio) es el catalán, frente a la evidencia de que el número de catalanes que tienen el español como lengua materna casi dobla al de los catalanes que tienen el catalán. Algo, por cierto, que lleva ocurriendo desde hace siglos y que confirma que, de existir algo parecido a una lengua "propia" catalana, esa sería el español y no el catalán. La alternativa es pensar que el idioma "propio" de una región es el que le da la gana a la casta dominante aunque no lo hable ni una sola persona en todo el territorio

Y por eso debería ser muy consciente el PSOE de que, como decía el editorial de ayer sábado de EL ESPAÑOL, cuando se dice que el catalán, el euskera y el gallego deben ser lenguas de uso común en el Parlamento no se está intentando elevar el catalán, el euskera y el gallego al estatus jurídico del español, sino reducir el del español al del catalán, el euskera y el gallego. Es decir, al de lengua redundante.

Por eso lo llaman castellano y no español, por eso lo prohíben en sus escuelas y por eso presumen de bilingüismo quienes no dominan ninguna de las dos lenguas: porque nada les complacería más que ver al español conectado al mismo respirador artificial del presupuesto público al que están conectadas sus lenguas regionales.

Y así, con el país tan en coma como sus lenguas, ya podríamos dedicarnos los españoles, en condiciones de rasa igualdad, a hacer eso que tan bien hemos hecho durante toda la vida: arrearnos mandobles con el botijo regional por el color de la boina más bonita, que por supuesto es siempre la de nuestro pueblo. Liquidada por parte de Zapatero y de Sánchez nuestra Restauración, que ha durado los mismos 40 años de la original, a los españoles ya sólo nos queda afrontar nuestras décadas de los 20 y los 30. Al final, siempre se ha tratado de eso: de troncharle la cabeza al otro 50% del país, aunque sea utilizando como arma algo tan banal como una lengua.