Querido Zuck (me cuenta un colega que los amigos te llaman así):

Te escribo con la ilusión de que leas esta columna. Con esa cara de Men in Black, ignoro si el negocio está para sentimentalismos. Pero si alguien en tu emporio te está cobrando una pasta por cuidar eso que llaman "experiencia de usuario", que se ocupe de esto.

Mark Zuckerberg.

Mark Zuckerberg. Wikimedia Commons - Pixabay

Cuando un amigo se va, y algo te duele en el alma, su cuenta de WhatsApp sigue apareciendo en tus contactos. No querías que se fuese y ahora te toca eliminarlo. Y a mí eso me duele.

Mi amigo, el que me entendió, el que me enseñó, al que le lloré, con el que corretee la vida, no es un mero contacto. Es mi cuate. Eliminarlo me otorga unos poderes que no se si te firmé en la letra pequeña del contrato.

Si tan artificial es tu inteligencia, te escribo para que la humanices. No quiero saber si sabes que cuando alguien muere, su cuenta deja de usarse. Si lo sabes, te ruego te pases por tonto, pero a mí eliminar a alguien querido me hace daño. Y aun así termino por pulsar el botón.

El proceso físico del luto, soltar las amarras de los que quisiste, tiene hace años su cara digital. El duelo ha incorporado a sus protocolos la decisión final de "Eliminar contacto". El botón aparece en rojo para recordarte que si lo pulsas, parte de tu vida se irá al más allá binario, al garete del servidor.

En los últimos cien días cuatro amigos, cada uno con sus "cadaunadas", se borraron de esta vida. Se esfumaron. Los cuatro murieron sin quererlo, algunos de repente, y otros, despacio, conscientes, tutelando su adiós con la elegancia de Fred Astaire en sus bailes, y se apagaron con dignidad.  

Esta es una carta abierta, estimado Mark Zuckerberg, director ejecutivo de Meta Platforms, para explicarte como enfebrecido usuario de tu aplicación de mensajería instantánea el dolor que me produce eliminar el contacto con mis amigos con un botón rojo. 

No los borro de inmediato. Porque si los he querido, me quedo aterido, instalado en el negacionista digital. Es a los dos o tres días, cualquier día, sin avisar, en algún momento al guardar otro contacto en la letra que les toca. Y es aterrador. Sin quererlo me encuentro el nombre de mi amigo y su última foto. Siempre dudo, siempre, al menos durante una décima de segundo, si debo conservar el teléfono por sí me vuelve a enviar un mensaje.

No es broma. Durante un instante creo que podría pasar. En los siguiente treinta segundos me da por imaginar si su viuda, su familia, los hijos... que sé yo. Me pregunto si habrán cancelado la línea, si conservarán el número o qué harán con el terminal. Terminal es una palabra horrorosa cuando se habla de la muerte digital de un amigo.

Evito para que no me duela más revisar nuestras últimas conversaciones. No puedo hacerlo. Sería revivir, con esa proximidad diabólica que transmite WhatsApp, nuestra cercanía. ¡Menos mal que no nos mandamos emoticonos! No se lo cuento a nadie porque alguna vez lo encontré como respuesta una caída de ojos. Te lo escribo hoy a ti. Y te lo envío desde Ibiza a Palo Alto.

[Qué pasará con tu móvil cuando mueras: así puede tu familia recuperar todos tus datos]

No me resisto a abrir la fotografía, y verla en grande me entristece. Claro que no voy a escribir aquí los nombres de los amigos que se han ido. Y que me están doliendo mientras redacto esto, al amanecer del mismo sábado en el que lo enviaré al periódico. No voy a describir las imágenes que eligieron en sus perfiles de WhatsApp. Tan solo decir que es mucho más duro, cuando el finado deja un retrato, sonriente, ese tipo de fotos que molan cuando estás vivo porque provocan la simpatía del que las recibe. Con las fotos de atardeceres o las ilustraciones es cierto que se despide uno mejor.

Es entonces cuando me detengo unos segundos ante el botón rojo pasión, colorao inferno, de Eliminar contacto. Me siento mal, muy mal, cuando pulso Eliminar contacto. Es siempre el dedo índice el culpable. No ha sido decisión mía que la muerte se llevase a mi amigo y me dejase su cuenta de mensajería. No estaba en mis planes, ni en los suyos. Al pulsarlo se me afloja el pulso, se me encogen un poco las tripas porque me siento como el que se acerca a la fosa y lanza la última flor. ¿Cómo lo harán otros que sé que eran más amigos? ¿Qué hará su familia? Será como esos tardes eternas en los que los familiares se reúnen para vaciar juntos los armarios del finado y donar su ropa. Sacar la ropa del que se va es de las cosas más duras que hay para mí. Durísimo. 

Mark, te deseo una vida larguísima. Te aconsejo que no hay mayor felicidad que entregar parte de tu pastizal a los pobres, y que te quieran bien. Pero ¿qué harás con tu cuenta de WhatsApp cuando te marches? ¿Cambiarás la imagen unos días antes si lo ves venir? Dejarás que alguna de tus asistentes se ocupe. ¿Estará todo escrito en un testamento vital? ¿Qué pensarás de todo esto cuando nos veas diminutos, invasores, desde la nube? La tuya no, la otra, la que sujeta al personaje de Dios de J.L. Martin.