Había pensado en escribir algo sobre Hemingway y los cien años de su primera visita a Pamplona. Iba pensando en eso por una Plaza del Castillo inundada de gente, pero no se me ocurría nada. Abría la libreta y... nada. Me topé con una figura de Ernesto, tamaño real, en el escaparate de un callejón cercano a la Estafeta. Lo miré enfadado. Él sonreía, pero no me susurraba. Y la noche ya había avanzado lo suficiente como para que me susurrara.

Ernest Hemingway en 1944.

Ernest Hemingway en 1944.

Pasé por la puerta de la pensión de la calle Eslava, donde se alojó aquel 1923 porque el hotel La Perla le pareció caro. Ernesto todavía era mortal y tenía que hacer esa cuenta que hacemos todos en San Fermín: "Si me gasto esto y lo otro, igual no me da para los toros, la pelota, las copas". La Fiesta es pensar en eso y no cumplir jamás. Porque en San Fermín, no sé cómo, acaba apareciendo el dinero. Siempre hay una oportunidad para vivir por encima de lo corriente.

Me lancé a la noche habiendo asumido la derrota. No era fácil en términos de conciencia. No era fácil para alguien que ha crecido en una ciudad tan católica, con ese Pepito Grillo en la cabeza que le fustigaba si agotaba el domingo jugando al fútbol en la plaza y sin ir a misa. Hemingway es hoy el verdadero patrón de Pamplona. El tiempo ha cambiado mucho y ahora se le reza más al santo laico de barba blanca que a San Saturnino.

En la ciudad que se encontró Hemingway, los jóvenes soñaban con ser misioneros. En la Pamplona que nos dejó Hemingway, los jóvenes sueñan con hacer el misionero.

No iba a escribir sobre Hemingway, pero decidí comulgar en su recuerdo. Era lo menos que podía hacer. Bebí de su sangre dos veces, dos tragos de pacharán San Cernin. Fue entonces cuando, en la calle Calderería, me encontré con Elisa. Suele hacerme Elisa preguntas sugerentes cuando nos encontramos en la puerta de algún bar.

['Fiesta', la novela de Hemingway inspirada en su experiencia en los Sanfermines]

Me dijo que tenía unas sillas en su casa en las que se sentaba Ernesto cuando venía a Pamplona. "Mira, siéntate tú ahora, cierra los ojos. Estás en la Pamplona de 1923. Corre, ahora ábrelos, han pasado cien años. Eso es lo que tienes que escribir: cómo aparentemente todo ha cambiado, pero en realidad no ha cambiado nada. Somos los mismos. Estamos aquí, en la calle, buscando lo mismo".

Me hablaba Elisa de los impulsos que nos movían a nosotros y a todos esos cuerpos vestidos de blanco que giraban a nuestro alrededor como en un remolino. Debí responder a su propuesta con lo que escribió Ernesto en su primer reportaje sobre Pamplona: "Me parece endemoniadamente divertido".

Cuando me fui a casa, comencé a escribir. Aquella ciudad de 1923 tenía 35.000 habitantes. La ciudad de la última visita de Hemingway, año 1959, ya contaba con 85.000. Hace cien años, morían los caballos en las plazas corneados por los toros. Hoy llevan un peto que los protege. Cuando mi bisabuelo José Mari corría el encierro, no había apenas gente en los balcones. Ahora rige su alquiler un negocio formidable.

Pero no es eso lo importante. Basta con leer los periódicos en escalera desde 1923 hasta hoy. Cambian algunos escenarios, ¡ni siquiera todos!, pero permanecen los deseos que los riegan. Cambian los apellidos y los idiomas, pero no las fuerzas motrices que nos conducen por los adoquines viejos y nos desperdigan por las barras de los bares.

Nos anudamos el pañuelo al cuello, gritamos "viva San Fermín". Es como si nuestro cuerpo fuera una botella de champán y los dioses la descorcharan con violencia. Se abre la mañana. Bailamos al ritmo de las melodías de nuestros antepasados, caminamos a la sombra de los mismos gigantes, desayunamos los mismos churros en La Mañueta.

Buscamos con la mirada en la Chapitela, esa recta con la que hacemos el viaje al centro de la tierra. Un rato para los hermanos en casa, un rato para los amigos en San Nicolás. Buscamos con la mirada. Besamos a escondidas en la Vuelta del Castillo. Nos reímos con nuestras exnovias, celebramos con las parejas de ahora, localizamos a nuestros enemigos, asumimos la línea Maginot que nos divide entre quienes corren el encierro y quienes no lo hacemos.

Comemos como nunca antes. Bebemos como nunca antes. Reímos como nunca antes. Maldecimos como nunca antes. Bendecimos como nunca antes. Gritamos como nunca antes. Lloramos como nunca antes. Creemos como nunca antes. Son tantas cosas a las que no nos atrevemos... De pronto, durante siete días, durante 204 horas, se inaugura el tiempo de lo impredecible, de los miedos arrumbados en una esquina de la conciencia. Damos una versión de nosotros mismos que no habríamos imaginado.

[De San Fermín a la guerra civil: España, el país literario de Hemingway]

John, el nieto de Hemingway, me dijo que su abuelo venía a la Fiesta porque encontraba más facilidades para emborronar el folio en blanco que en ninguna parte. Los sanfermines, me doy cuenta ahora, son una vida que empieza y acaba en una semana. Están encapsuladas en esos siete días las cosas más luminosas que, supongo, nos pasan en ochenta años.

San Fermín no ha cambiado apenas. En 1931, Hemingway vino a terminar su Muerte en la tarde. Le dijo a un amigo que Pamplona había cambiado mucho, que el éxito de su libro la había masificado, pero que lo importante permanecía: "Sólo se trata de buscar bien". Continuó regresando con tenacidad porque, pese a las aglomeraciones, seguía ubicando en la Plaza del Castillo la brújula de su corazón.

Me despedí de mis amigos. Me eché a ese río blanco y rojo. Con la corriente, llegué a casa. Pensé que, en el día de morir, si pudiésemos elegir, muchos suplicaríamos revivir esta sensación: gritar en San Fermín teniendo una vida por delante. Dejé la libreta en la mesilla y pensé en decirle a Elisa, por la mañana, lo que le dijo Hemingway a Fitzgerald después de una noche como la nuestra: "Ya voy sabiendo algo de lo que es la eternidad".