En apenas una semana, la primera ministra Liz Truss ha protagonizado una de las caídas en desgracia más vertiginosas de la historia política británica. El pasado viernes, el canciller, Kwasi Kwarteng, presentaba la rebaja fiscal más importante desde el año 1972. Escasos días después, tras una semana de apoyo férreo por parte de Truss, el propio Kwarteng se veía obligado a retirarla.

Liz Truss, en la conferencia anual del Partido Conservador de Gran Bretaña en Birmingham. Toby Melville Reuters

Mientras seguían su desarrollo en tiempo real, los principales partidos y medios españoles aprovechaban la crisis británica para avanzar sus propios argumentos en la guerra fiscal que libran Gobierno y oposición.

Para unos, las propuestas de la primera ministra eran incomprensibles y mostraban lo dogmático de llevar a cabo rebajas fiscales indiscriminadas. Para otros, suponían una nueva ocasión para atacar, trazando analogías dudosas entre España y Reino Unido, la política fiscal del Gobierno.

Y, sin embargo, el debate español no ha sabido reparar en lo que el affaire Truss nos muestra sobre el sistema político británico y, por lo tanto, en las lecciones que podemos extraer del mismo.

La derrota de Liz Truss no se entiende, en primer lugar, sin la independencia que la Constitución británica otorga a sus diputados rasos. A esta independencia (que ha permitido a los tories alzar la voz, desafiar a su propio Gobierno y anunciar que votarían en contra de su plan fiscal) contribuyen ante todo dos factores.

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Por una parte, el sistema electoral, con sus circunscripciones uninominales, la elección directa de los diputados y la expectativa de que estos se relacionarán directamente con los votantes cuyos intereses defenderán en Westminster.

Por otra, el reglamento de la Cámara de los Comunes. Una institución que, pese a las presiones de un sistema cada vez más presidencialista, ha sabido dar voz a diputados díscolos, garantizar una serie de derechos a los llamados backbenchers y evidenciar que, pese a todo, el primer ministro sigue sin ser más que un primus inter pares.

También nos muestra la seriedad de un debate público que, pese a la metástasis del Brexit, sigue conservando gran parte de su calidad histórica.

A lo largo de la semana pasada, las medidas propuestas por el Gobierno fueron analizadas y debatidas no sólo en la Cámara de los Comunes, sino en platós de televisión, cadenas de radio y columnas periodísticas a lo largo y ancho del país.

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Los medios, de hecho, desempeñaron un papel fundamental en la retirada del paquete fiscal del Gobierno. En la mañana del jueves, una serie de entrevistas en las emisoras regionales de la BBC permitió a presentadores locales preguntar a la primera ministra por las consecuencias que sus políticas tendrían sobre sus comunidades.

La incapacidad de Truss de responder a estas preguntas, de explicar por qué la ciudadanía debía aceptar el empobrecimiento que supondrían sus medidas, fue, a ojos de muchos votantes, la estocada final a su proyecto económico.

Lejos de ser sintomática de la decadencia política del país, por lo tanto, la caída en desgracia de Liz Truss muestra la fortaleza de un sistema político cuya arquitectura institucional permite a diputados rasos rebelarse contra su propio Gobierno, a la Cámara de los Comunes tumbar a sus primeros ministros y a la prensa local liderar un debate público serio.

En plena batalla fiscal entre los principales partidos y medios españoles, la crisis británica proporciona, en efecto, una serie de lecciones para el debate público nacional. Cabe preguntarse, sin embargo, si nuestro sistema político sabrá identificar no sólo las respuestas a estos problemas, sino las preguntas a las que debe tratar de responder.

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