Llevo treinta años de mi vida sin pensar en la reina Isabel II de Inglaterra. Se ve que no le sucede lo mismo a nuestra presidenta Isabel Díaz Ayuso, se ve que la tenía en sus rezos noche sí, noche también, porque ha establecido en honor de su tocaya tres días de luto: una catetada.

Isabel II por el artista Justin Mortimer.

Isabel II por el artista Justin Mortimer.

"Cuando me muera yo, llorarás menos", como me dice mi santa madre cada vez que monto el pollo por alguna tontería. Siempre me ha parecido un poco tosca la gente que deja marcar su agenda sentimental por los vaivenes de las élites de los países anglófilos. Late ahí un wannabismo irrespirable, una asunción de la propia ordinariez, un consumo irresponsable de la revista Hola! 

Prefiero la literatura, que es igual de ficticia, pero acostumbra a estar mejor escrita.

Sin embargo, el jueves tarde, con la noticia de la muerte de la monarca, reparé clarísimamente en su virtud. Si nunca había pensado en ella es porque Isabel hizo esfuerzos hercúleos por desaparecer, por sacudirse la individualidad, la opinión, la pose, el ademán, la fanfarria, por guardar silencio en la era del alboroto.

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Eligió la vida que no mola, la que no brilla, eligió los valores disminuidos por la sociedad del espectáculo: la cautela, la sencillez, la discreción. También la lealtad sin bravuconerías. También la elegancia auténtica, que es la que nunca se da golpes en el pecho. La elegancia (ella lo sabía) empieza cuando dices "basta".

Me caía bien Isabel II, y sólo ahora me doy cuenta, qué suerte que a ella no le importe que la piense tan tarde y torpe, qué vergüenza que nuestro emérito se le pareciese tan poco. Su sangre siempre fue igual que la nuestra, pero hizo algo extraordinario con su vida, algo sólo al alcance de los que cocinan en el pecho un gran deber o una gran vocación, y fue ponerla al servicio de su país esquizofrénico y desdentado.

Era una tarea mucho más grande que ella. Una tarea que le arrancó las costuras de mujer para dejarse mutar en símbolo. Una tarea que tumbó su carácter (ya nunca sabremos cuál era el auténtico) para dejar florecer su sentido impoluto de la responsabilidad. Así se dignifica una institución en decadencia, Juan Carlos. Así se pierde un imperio. Vestida en pastel, sin ceder al vicio ni al histrionismo.

Con 21 años hizo una promesa que la sobrevivirá. Y las promesas son de las pocas cosas que nos diferencian de los animales, por eso tiene mi respeto de hembra republicana.

El poder es algo que se nos concede en sospechosos arbitrios, pero el honor y la autoridad son cosas que nos ganamos. El poder es antimeritocrático, pero el honor y la autoridad son de justicia.

Ella amasó las tres cosas y, lo que es más importante, las usó bien porque las usó poco. Nunca sacó músculo. Nunca dijo una palabra más alta que otra. Basó su reinado en una cualidad exótica para la mayoría de los hombres influyentes, la escucha. Felipe de Edimburgo dijo que su esposa no ejercía como reina en la Commonwealth, sino como "psicoterapeuta". Y es muy probable que fuese cierto.

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Si los ingleses de toda clase y condición lloran hoy su marcha es porque saben que sólo se quiere de veras a quien no se teme. Porque saben que su personalidad silente y austera es irrepetible en los años del ego.

Pensándolo bien, la vida de Isabel II ha sido realmente transgresora. Lidió con todas las vanidades sin sacar a pasear la suya, apostó por la invisibilidad radical en el mundo del selfie. ¿Qué habrá más contracultural hoy que no epatar?

Isabel II soñó con ser un mueble del salón de los británicos, una figura inofensiva y amiga, la flamenca encima de la tele homologable a los suyos: folclórica, icónica y tierna. Sonriendo flojito, Mona Lisa sin carcajadas.

¿Qué música escuchaba? ¿Qué libros leía? ¿Cuándo fue la última vez que lloró? ¿A cuántos hombres deseó? ¿Cuál de sus descendientes la decepcionó más? ¿Qué pensaba cuando se veía desnuda en el espejo, al salir del baño? Qué misteriosa, Isabel, qué señora destruyendo su propia biografía.

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Todo se movía, el mundo cambiaba a pasos agigantados, la civilización occidental se iba al garete, pero ella resistía en su baldosa, como un asidero a la tierra. Como un bastión último, tan frágil y enjuta, pero tan firme.

Ha muerto algo más que una mujer. Ha muerto una forma de hacer las cosas. La forma olvidada y desusada de nuestras abuelas, hijas de su época, cuando iban arreglando tras de nosotros, los nietos gamberros, los desórdenes domésticos que formábamos tan gozosos. Y nadie las veía nunca hacer, pero conseguían que todo estuviese en su sitio. Eran las viejas magas.

Cuando Isabel II existía, su pueblo entero escuchaba retumbar un "todo está bien". Y no lo estaba. Fue hermoso creérselo durante un segundo que duró casi un siglo.