Hace tiempo que Bono no bajaba al underground. Pues bien, aquí lo tenemos de nuevo, pero en Kiev, en el metro, donde improvisa un concierto sorpresa con The Edge. A uno le da por pensar en el metro de Londres en 1940, en los días de los grandes bombardeos.

Bono canta en el metro de Kiev junto a un soldado ucraniano, cantante de la banda ucraniana Taras Topolia.

Bono canta en el metro de Kiev junto a un soldado ucraniano, cantante de la banda ucraniana Taras Topolia. Reuters

También piensa uno que la Ucrania agredida, martirizada y saqueada es una tierra donde todos los días es Sunday Bloody Sunday. Y que un artista de la talla de Bono también haya elegido estar allí, que denuncie con tanta rotundidad el unforgettable fire que Vladímir Putin lanza sobre las ciudades asediadas, que encuentre la energía, el aliento y la compasión fraternal de su legendario Jah Love, es un destello de luz en las tinieblas del metro, una llama en la noche ucraniana y la encarnación del espíritu de resistencia que, según la opinión pública, aún puede brillar un poco más.

Bien hecho, Bono. Gracias, amigo.

Como en Irlanda, como en Bosnia, como en tantas guerras olvidadas de África donde has estado solo ante la enorme somnolencia del planeta, aquí estás de nuevo, con tu música, delante de mujeres y hombres que lo único de lo que disponen es de su valor y nuestras armas. "Canto las armas y a ese hombre" fueron las primeras palabras del primer poema del Occidente romano. "Canto al hombre y a sus armas" fueron las del gran poeta de la Resistencia francesa, que se hizo eco de aquellos orígenes. Ahora es tu turno.

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En otra zona subterránea de metro, a ochocientos kilómetros de distancia, la última sección del batallón Azov libra su última batalla. Y, durante una rueda de prensa celebrada desde las catacumbas, mediante una retransmisión de vídeo que los rusos no han conseguido, una vez más, enturbiar con interferencias, estos hombres, que soportan bombardeos sin tregua, que viven enterrados bajo la ceniza y el acero, olvidados por el mundo, hablan de la muerte que se avecina, de la ira que se solivianta y del significado de su sacrificio.

Uno piensa en una Masada a la inversa, ya no a cien metros de altura, sino a cuarenta metros bajo tierra, en una zona regada de cadáveres y ruinas. Piensa uno también en la batalla de las Termópilas, que relataba Heródoto, en la que trescientos espartanos se enfrentaron a un ejército de "esclavos persas" y, al retrasar su avance, permitieron las victorias de Salamina y Platea.

Y, cuando se es francés, no se puede evitar tener en mente el famoso "la guardia muere, pero no se rinde" de Waterloo, frase sobre la que Victor Hugo decía que, junto al merde que era el fuck de aquella época, atronó como una tormenta a las armas enemigas.

Esos hombres han quedado mancillados. Son objeto de glosas pseudoeruditas sobre el peso-de-la-extrema-derecha-en-la-resistencia-ucraniana. Estas bravatas me asquean. Al igual que me repugnan las flores y coronas que se colocan al azar a héroes cuyas vidas no han sido más que un interminable desvelo durante semanas, héroes que no tendrán tumba.

Conocí a Denis Prokopenko, teniente coronel del batallón, durante un reportaje en el Donbás en 2020. Ya me había hablado de lo mucho que lo enfurecía la pacata ignorancia de los periodistuchos apresurados: "¿No es este el camino de todos los movimientos de resistencia? ¿Acaso no operan con lo que se encuentran? ¿Acaso, con la urgencia de los primeros días, no acogen a quien quiere y sabe luchar? Luego ya llega el momento en el que nos podemos poner pejigueros y separar la paja del grano. El batallón Azov está ahí; ha sacado la faena adelante y ahí está, el emblema del Ejército ucraniano".

Hoy me puedo imaginar su rabia. Puedo oír su desesperación.

Ay, las bajezas enemigas...

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Pero lo más repugnante de todo es la forma en que, en estas fechas del 8 y 9 de mayo, tomamos al pie de la letra la descarada recuperación por parte de Putin de la herencia de la guerra contra los nazis.

Huelga decir que la contribución del Ejército Rojo fue decisiva en su caída. Y si hemos contraído una deuda impagable con los soldados estadounidenses y británicos que desembarcaron en las playas de Normandía, también hemos contraído otra, y de ningún modo menor, con esos millones de personas que murieron en lo que los rusos llaman "la gran guerra patriótica".

Pero el Ejército Rojo era la URSS. La URSS era tanto Ucrania como Rusia. Y si reconocemos los sacrificios realizados por los primeros, no fueron, ni mucho menos, inferiores a los de los segundos.

¿Recordaremos que el Primer Frente Ucraniano, en el que, como su nombre indica, Ucrania estaba muy presente, luchó en la primera línea de los combates de 1944-1945 en Polonia, Checoslovaquia y Alemania?

¿Olvidaremos que dirigió las operaciones de Silesia, luego el asedio de Breslavia y, en gran medida, la batalla de Berlín?

¿Acaso vamos a olvidar que entre los tres valientes que subieron a lo alto del Reichstag para arriar la bandera con la esvástica había un ucraniano?

¿Y podemos obviar que fue un soldado ucraniano, el comandante Anatoli Shapiro, quien tuvo el escalofriante honor de ser el primero en entrar en Auschwitz y, si las palabras tienen algún sentido, de liberar a los supervivientes?

Los símbolos, como las pruebas, según decía Friedrich Nietzsche, erosionan la verdad. Pero al menos deberían fomentar la cautela de quienes se dejan llevar por las grandes celebraciones organizadas por un tirano que quiere continuar la "desnazificación" de la Ucrania de Volodímir Zelenski hasta en los retretes de Mariúpol.

Por el momento, su ministro, y no el de Zelenski, es quien dice que Adolf Hitler tenía sangre judía. Es su ejército, y no el de Zelenski, el que está bombardeando las fosas de Babi Yar. Y la única desnazificación que realmente es urgente es la de Rusia, que está enferma de sí misma, que lo ha olvidado todo, que no ha aprendido nada, y que es, en estos momentos, la capital criminal de Europa.