No es (presunta) malversación, es nueva política. Y si Ada Colau fuese tan valiente como era, saldría a dar las pertinentes explicaciones y a decir que claro que ha dado dinero, ¡y mucho dinero además!, a organizaciones afines. ¿A quién se las iba a dar, a las no afines? ¿A las fuerzas reaccionarias y antidemocráticas? Porque no hay otra. Desde su punto de vista, no hay otra.

En esto consiste el populismo, la nueva política y demás sinónimos, y en esto se fundamenta la batalla cultural: en la convicción que no hay espacio de neutralidad ideológica ni procedimental, que lo que no gana el pueblo lo ganan los otros (la casta, la mafia, las elites, la siempre antidemocrática oposición) y que el dinero público está para usarlo en favor de la gente, es decir, de la ideología del poder. 

Colau no es tan valiente como era porque tiene mucho menos incentivos que antes para serlo. Pero sabe muy bien que esa crítica sólo pueden hacérsela los afines y que el dinero no compra la felicidad, pero sí algunos silencios. No es que Colau y los suyos se hayan convertido ya en lo que combatían. Nada de eso. Se viste un poco mejor y se peina un poco más y es un poco menos maleducada con las visitas, pero sigue lloriqueando como lloriqueaba y sigue entendiendo y ejerciendo la política como siempre.   

Que ahora ella haga lo mismo que antes criticaba con insultos y calumnias y consideraba la prueba definitiva de que vivimos en un régimen mafioso no es, en realidad, ni corrupción ni hipocresía. Ni siquiera es vieja política o aburguesamiento: es coherencia intelectual e incluso una exigencia moral. La diferencia fundamental no está en que hagan cosas distintas, sino en que las hagan ellos y para los suyos, que son el pueblo y no la casta, y por lo tanto el bien, el progreso y la justicia social, y no el mal. 

No es que tengan los mismos defectos que los demás, las mismas tentaciones y vicios, la misma naturaleza corruptible que todo hijo de vecino. Que sí, pero nada de eso importa aquí. Lo importante es que lo que en los demás son defectos en ellos son virtudes. Que en los demás es corruptela, pero en ellos es simple política. No porque sea fácil, que no lo es, sino porque es la política que hay que ir normalizando; la nueva normalidad que hay que conseguir establecer. Es lo que han venido a hacer y lo hacen lo mejor que pueden. 

Esta nueva política entiende perfectamente que de lo que se trata no es de garantizar la libertad, la seguridad y la prosperidad de los ciudadanos. Eso son apetencias antiguas, antidemocráticas e insolidarias y demás. Ahora, lo dejó dicho Foucault, la política es la continuación de la guerra (cultural, de momento) por otros medios. No va, como creen liberales y socialdemócratas, de la administración y la ley y demás. La tarea principal, fundamental, es la de la reeducación de la sociedad. Y eso es algo que sólo puede hacerse desde la cultura.

Por eso pedía Pablo Iglesias que le dieran la tele y por eso Íñigo Errejón quería algo así como un ministerio de nuevas canciones tradicionales. De eso van los chiringuitos de nuevas masculinidades y ecofeminismos y de eso van las subvenciones y de eso va en general toda la nueva política cultural e ideológica. De crear las condiciones materiales para que el joven intelectual progre pueda medrar y sepa cómo y por dónde se hace. Como decía otro referente, el bueno de Mao, hay que reclutar gran número de intelectuales. Y en eso están. 

Porque los amigos de Colau, sus afines, son los únicos que pueden hacer lo que toca hacer. No podría hacerlo una empresa cultural de derechas, claro, ni aunque existiese. Por eso no son concursos públicos, sino cargos de confianza. Y eso es algo que Colau y los suyos podrán disimular más o menos, ante la sociedad o ante un juez, porque tontos no son, pero será por interés y no por convicción. Porque saben bien que es a los afines a quien corresponde la auténtica y más importante tarea política, que es el gobierno de las almas.

Y si de eso va todo, si la tarea realmente importante para el futuro de la democracia la hacen los intelectuales, es justo que estos abnegados servidores públicos estén justamente recompensados por el erario. Es justo que se lo paguemos nosotros, en definitiva, del mismo modo que pagamos todos y cada uno de los cursillos, clases y conferencias a los que nos apuntamos, pero con más razón todavía, porque esto es mucho más importante que el tenis.  

Y visto así, hasta nos salen baratos.

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