Esta semana, desde Estados Unidos, nos ha llegado una noticia científica que ha robado algo de protagonismo al virus que trae de cabeza a la humanidad: Trasplantado con éxito un corazón de cerdo a un hombre.

Según se puede leer en los diarios de todo el planeta, unos cirujanos de la Universidad de Maryland, tras 8 horas de delicadas maniobras, salvan a un paciente de 57 años de una afectación cardiaca con este hito de la ciencia. No sabemos si el paciente logrará una vida normal, ni cómo actuará su sistema inmunológico para defenderlo contra ese ente extraño que, paradójicamente, le ha salvado la vida. Habrá que esperar.

La realidad es que David Bennett (ese es el nombre del trasplantado) se había quedado sin opciones y el Centro Médico de la Universidad de Maryland, en Baltimore, alegando razones compasivas, ha hecho historia.

Al leer estas noticias científicas que, la mayoría de las veces, pasan desapercibidas o son motivos de diez segundos en un informativo, mal encajadas entre un escándalo político y algún evento deportivo que no quedarán en los anales de la historia, no puedo evitar dos cosas: recordar y explicar.

Por partes. Recuerdo perfectamente, cuando, siendo un niño, seguía con ilusión las noticias sobre los trasplantes de corazón que se realizaban en la isla metafórica donde nací, Cuba; algo que se publicitaba como grandiosos éxitos del sistema médico y la ciencia cubana. Debo admitir que nunca se sabía cuál era el progreso de estos pacientes, cómo era su vida, cuánto tiempo vivían… de cualquier manera era una especie de inspiración para mi curiosidad.

No sé cuántas lagartijas fueron víctimas de mi interés científico por la cuestión en fallidos intentos de trasplantar un corazón de una a otra. En el laboratorio improvisado que tenía en el patio de la casa familiar se amontonaban aquellas pobres víctimas de mis infructuosos intentos. Recuerdo que mis padres miraban con recelo aquel empeño mío, algo que frenaron en seco cuando planteé sustituir el modelo animal sobre el que trabajaba, es decir, estaba decidido a cambiar las lagartijas por gatos.

Ese fue el momento en que mi madre, desde sus escasos conocimientos, pero inmenso altruismo, me dio una charla sobre ética y humanismo que aún recuerdo. Desistí en el empeño y aún hoy siempre doy mil vueltas buscando alternativas antes de usar un modelo animal en mis experimentos. 

Y ahora, ¿qué te quiero explicar? Algo de la ciencia que está detrás de este hito, de estos 10 segundos de telediario que pueden salvarte la vida en el futuro.

En un trasplante existen varios escollos que se deben solventar, entre ellos el tamaño del órgano y, quizá el esencial, el rechazo a corto y largo plazo.

En cuanto al primero, el cerdo siempre ha estado en la mira ya que, por talla, sus órganos son similares al de una persona adulta. El segundo es un gran problema que se intenta resolver. Nuestro sistema de defensa, lo que llamamos sistema inmunológico, nos defiende contra todo lo extraño. Esto se aplica a virus, bacterias, hongos, tumores… y en la lista también se incluye un órgano que no nos pertenece.

Al detectarlo, las defensas no razonan sobre el beneficio global que está aportando, activa toda la artillería y fulmina el órgano nuevo, sin saber que, con esta acción, supuestamente protectora, priva de la vida al organismo entero. Esta es la razón por la que los trasplantes se realizan con más éxito cuando el receptor y el donante son familiares cercanos, y también el por qué los pacientes trasplantados se someten a una inmunosupresión inducida durante toda su vida. Esto último evita el rechazo crónico, o lo que es lo mismo, a largo plazo.

Supongo que en este punto la pregunta que te está rondando es cómo es posible que puedan tener éxito trasplantes en los que se usan órganos de especies diferentes al ser humano. Una vez más, la inmunología y la genética están detrás de la respuesta.

En resumen: la ciencia.

Desde los movidos años 80 se han intentado, en varias ocasiones, los trasplantes interespecies teniendo como receptor a una persona. Muy comentados fueron los escasos 21 días que sobrevivió una bebé con un corazón de babuino en 1984, mas hubo que esperar a que se desarrollaran métodos de modificación genética finos que permitieran transformar las especies donantes haciendo que sus órganos fueran aceptados por el sistema inmunológico humano.

El año pasado, también desde los Estados Unidos, saltó la noticia de un trasplante de riñón proveniente de un cerdo modificado practicado a una mujer con graves afectaciones renales. En este caso el órgano se dejó a la vista, sobre su muslo izquierdo, para poder monitorizar su funcionamiento, algo que hizo durante poco más de 50 horas.

En general el fracaso de los trasplantes se atribuye, por una parte, a las diferencias genéticas que provocan el rechazo casi inmediato del órgano, mientras que, por otra, a la aparición de infecciones y tumores como consecuencia de la inmunosupresión, que se le induce a los pacientes para disminuir el rechazo.

Para poder dar una opción de vida a David Bennett se ha optado por editar el genoma del cerdo donante en un proceso de humanización que elimina aquellos genes potencialmente dañinos. Es decir, los que el sistema inmunológico humano reconoce como extremadamente ajeno.

Además de la eliminación de esos genes, se insertaron seis genes de origen humano que están estrechamente vinculados a la aceptación inmunológica. Por último, se eliminó un gen relacionado con el crecimiento desproporcionado del tejido cardíaco en cerdos. A todo esto, se le suma la aplicación de un medicamento en fase experimental que rebaja la respuesta inmunológica del paciente, lo que conocemos como inmunosupresor.

Con todo ello se abre una avenida de posibilidades en el campo de los trasplantes. Una vez estandarizada la metodología, lo cual aún es algo complejo, se podrá tener una fuente casi infinita de órganos para aquellas personas que lo necesiten.

Si nos acercamos a nuestra realidad, es conocido que España ocupa el número uno en el ranking de los trasplantes con donantes vivos, algo que habla de nuestra concienciación con el problema y el desarrollo de un sistema nacional gestionado con gran eficacia.

Entonces, ¿por qué las noticias de estos avances revolucionarios no tienen como centro nuestro país?

La respuesta es la de siempre: la escasa inversión en ciencia nos impide estar a la vanguardia, aunque las condiciones sean las propicias por cómo funciona todo lo demás. Te he contado que, además de unos excelentes cirujanos y unas instalaciones adecuadas, es necesaria la implicación de tecnología puntera en inmunología y genética. Mucha experimentación básica-básica-trasnacional que, de la mano de una buena cirugía, proporciona el mejor de los resultados.

La existencia en nuestro país de los llamados Institutos de Investigación Sanitarias, espacios de investigación creados en hospitales de excelencia para responder a la demanda de la sociedad moderna, genera el tejido necesario para desarrollar el tipo de investigación que da lugar a avances espectaculares.

No obstante, aún queda mucho camino por andar, innumerables cerebros cuadriculados por redondear y mucho dinero que invertir para que se haga realidad. Me repito y pregunto: ¿aún se cree que no es necesario un Centro Nacional de Inmunología? Esto va para los amigos en el poder.

Puedo decirte que mi laboratorio desarrolla un proyecto que intenta dilucidar los misterios de la respuesta inmunológica en niños trasplantados de riñón. Sí, hubo y hay vida científica fuera de la COVID-19. Un auténtico acto de fe en el que nos empeñamos médicos e investigadores de laboratorio para escudriñar lo que está detrás del buen progreso de un trasplante o su fallo.

Estudiamos el sistema inmunológico de los pequeños desde antes del trasplante hasta mucho tiempo después que se produce la intervención quirúrgica. Con ello intentamos buscar lo que favorece y lo que entorpece el éxito. ¿Para qué? Para saber sobre lo que tenemos que incidir, lo que habría que eliminar en futuras modificaciones genéticas, en síntesis: para cimentar el futuro.

Pero todo esto se hace con escasos fondos, con donaciones particulares, con el empeño de mi doctorando Jaime Valentín Quiroga, el buen hacer de tres mujeres fantásticas (las doctoras Marta Melgosa, María José Martínez Urrutia y Laura Espinosa Román) y, por supuesto, la generosidad de los pacientes y sus padres, que no dudan en donarnos un poco de sangre para abrir las puertas del futuro.

¿Será este proyecto la base de una futura terapia? No lo sabemos, de lo que estamos seguros es de que si no lo intentamos no existirá. Estaremos pendiente de la evolución de David Bennett y las publicaciones científicas que se deriven de este grandísimo avance.

Mientras tanto, aquí te espero cada semana, para difundir ciencia, política científica e investigaciones recientes, siempre en EL ESPAÑOL.

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