Lo mejor del ataque homófobo de Malasaña es que fue un invento. Supone un alivio general que no hubiera víctima ni crimen abominable. Y después está lo otro.

Lo otro es la campaña brutal del Gobierno contra la oposición y contra las autoridades madrileñas acusándolas de permitir (cuando no de alentar directamente) las agresiones a los homosexuales, dentro de esa irresponsable maniobra para convertir a la derecha española (o sea, a media España) en incompatible con la democracia. 

Desde el domingo hasta este miércoles el bombardeo ha sido constante. Estando aún la investigación del caso en los albores, el presidente Sánchez se puso al frente de la manifestación en Twitter y anunció después una reunión de la Comisión de Seguimiento para la actualización del Plan de Acción contra los Delitos de Odio. 

"Todavía continúa la Policía sin practicar detenciones", insistían a cada hora los informativos de radio más escuchados del país, creando la sensación de que incluso las Fuerzas de Seguridad del Estado estaban tratando de tapar el asunto. En la televisión, no eran pocos los presentadores y tertulianos que pintaban un Madrid de atmósfera irrespirable: la capital del odio al diferente.

Y mientras el discurso de los partidos en el Gobierno seguía inflamándose, se convocaban manifestaciones, se preparaban declaraciones institucionales y se solicitaban reuniones urgentes de grupos parlamentarios, eso sí, con vetos y cordones sanitarios para seguir barrenando a la derecha.

Tenía que quedar clara la superioridad moral de la izquierda... aunque la memoria histórica no la acompañe exactamente en esto.  Hasta hace cuatro días, como quien dice, el comunismo consideraba la homosexualidad una muestra de la decadencia aristocrática y burguesa, y acusaba a la derecha de fomentarla. En 1965, a Jaime Gil de Biedma le rechazaron el ingreso en el PSUC por gay. Stalin enviaba a Siberia a los homosexuales, Mao los consideraba"enfermos mentales", Castro los llevaba a "curarse" a campos presididos por esta inscripción: "El trabajo os hará hombres".

Uno creía que lo ocurrido en plena campaña de las madrileñas (Madrid siempre como telón de fondo) habría servido de enseñanza. Entonces, el vicepresidente Iglesias y el ministro Marlaska denunciaron públicamente, antes de iniciarse siquiera la investigación, haber encontrado en su correo balas y textos amenazantes. El Gobierno sacaba toda la artillería contra los "discursos del odio" y mostraba al mundo entero los proyectiles, así como una navaja ensangrentada dirigida a la ministra Reyes Maroto.

Primero se comprobó que el autor del envío de la navaja era un perturbado, y que el filo no contenía sangre, sino pintura. Respecto de las balas, el juez archivó el asunto sin más trascendencia.

El caso de Malasaña demuestra, otra vez, hasta qué punto el interés político y las prisas llevan al Gobierno, organizaciones e instituciones (medios de comunicación incluidos) a movilizarse por un relato poco verosímil (ocho encapuchados torturando a plena luz del día en pleno corazón de Madrid) y sin contrastar. 

Es decir, la democracia no está en peligro en España porque haya ataques homófobos y partidos que los induzcan. La democracia está en riesgo porque el testimonio de un chalado y una escandalera en las redes sociales ponen al Ejecutivo y a toda la clase dirigente del país a correr como un pollo sin cabeza.

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